Cristo de la Luz

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viernes, 24 de octubre de 2014

La felicidad y la belleza

Publicado el 19 de junio de 2014


Meditando sobre una homilía hermosa que tuve ocasión de oír el domingo de la Santísima Trinidad, pensé en qué es lo que realmente hace feliz al hombre. En este mundo, que al margen de sus atractivos es un valle de lágrimas, ¿qué nos hace feliz, aunque sea durante un instante? Si podemos averiguar lo que nos hace felices aquí abajo, quizás nos ayudará a perseverar en el camino hacía el Cielo, donde seremos plenamente felices para toda la Eternidad. Creo que todo atisbo de felicidad pasajera en esta vida es un reflejo de la felicidad eterna del Cielo. Claro, cada uno tiene su versión del Cielo; cuánto más terrenal sea la persona, menos trascendente es su idea del Cielo. Por eso los musulmanes imaginan que el Paraíso consiste en un jardín lleno de frutas exóticas y un harén de vírgenes para su disfrute carnal. De la visión beatífica sólo hablan los sufíes, una rama del Islam que siempre ha sufrido persecución a manos de los fieles seguidores de Mahoma.

Nuestro Señor dijo claramente que Él había venido para que tuviéramos “vida en abundancia”. Quiere nuestra felicidad. El problema es que confundimos felicidad con nuestras apetencias, que son malas por culpa de la concupiscencia y nuestra tendencia al pecado. Para saber qué es la felicidad, y para distinguirla del mero placer o una sensación animal de bienestar, propongo reflexionar sobre los momentos que nos hemos sentido felices. Personalmente puedo decir que las veces que me he sentido realmente feliz han sido cuando me he olvidado completamente de mí mismo. El placer, que en sí es bueno, es algo que asociamos con el Paraíso, pero el placer tiene dos limitaciones: nos conduce siempre hacía nosotros mismos y es exclusivo del cuerpo. Creo que la clave es que la felicidad va unida a la Contemplación (con mayúscula), porque en el Cielo no haremos otra cosa que contemplar y alabar gozosamente a Dios en su infinita belleza. La Contemplación, como saben los místicos, es la forma más elevada de oración. Es retener en el alma algo de la perfección divina y olvidarse de uno mismo. Yo he tenido pocos arrebatos místicos en mi vida, porque soy muy pecador y me queda mucho aún que me ata a la tierra. La oración contemplativa me cuesta horrores; siempre se me va la mente con todo tipo de distracciones. Sin embargo, me atrevo a decir que la contemplación (sin mayúsculas) de algo bello es una buena forma de alcanzar momentos de felicidad.

Como todo lo bello es un reflejo de la belleza de Dios, la felicidad plena sólo se logra contemplando directamente a Él. Mientras que los ratos de felicidad que nos proporciona la contemplación de lo bello aquí abajo son muy efímeros, la felicidad de los santos, los que ya gozan de la visión beatífica en el Cielo, es una felicidad que no acaba.


Mis momentos de felicidad contemplativa se pueden dividir en varias categorías, que a continuación explicaré. Primero, está la contemplación de la belleza artística, especialmente la música, el arte más sublime por tener menos vinculación con la vida terrenal. Alguien dijo que en el Cielo no hay ruido, sino solamente silencio y música, y que el Infierno es un lugar lleno de un ruido espantoso. Los ángeles cantan día y noche las glorias de Dios, como nos relatan las Escrituras, por lo que estoy seguro que la buena música es algo que agrada a Dios. He tenido experiencias casi místicas mientras escuchaba las obras maestras de los grandes compositores. Recomiendo algunas de mis favoritas, con sus enlaces, aunque esto daría para varios artículos más:
Sobre gustos no hay nada escrito, así que algunas de estas piezas gustarán más que otras, pero pienso que si mis lectores no encuentran una belleza sublime en al menos uno de los videos, será señal de que su alma está atrofiada. Con la basura que hoy en día pasa por música no es de extrañar que mucha gente es ahora incapaz de apreciar la belleza cuando la oye. Muchos tienen el oído contaminado por lo que yo llamo la anti-música, que no es más que un ruido rítmico diseñado para estimular los bajos impulsos. Si a este ruido añadimos el estímulo visual de mujeres ligeras de ropa, contorsionándose de manera indecente y la letra muchas veces inmoral de las canciones, tenemos el cocktail ideal para los fines del Imperio; subyugar a los jóvenes en el vicio y la superficialidad, y así crear “ciudadanos” fácilmente maleables. Pero eso también es un tema para otro artículo.

La buena música tiene el efecto contrario; eleva el alma y la predispone para recibir la Verdad. Evidentemente no todos los músicos son católicos ortodoxos (¡ojala!), pero si no lo son es por otras razones. Tengo muy claro que un violinista que toca en una orquesta o un pianista (no digamos nada de los organistas, los que más se acercan al Cielo) tienen una ventaja espiritual considerable respecto a una persona que no ha cultivado una sensibilidad estética. Huelga decir que los que tienen la sensibilidad estética deformada por la anti-música tienen un flanco abierto por donde Satanás puede atacar. En la misma medida en que el gusto por lo bello allana el camino hacía Dios, un gusto por lo feo es señal de una predisposición al pecado.

La inocencia de los niños es hermosa.
El segundo tipo de contemplación que me ha dado momentos de felicidad es cuando observo a mis hijos. En el día a día, con las prisas y los problemas cotidianos, es difícil de tener la oportunidad de apartarse y mirarlos desde fuera. Cualquiera que tiene o ha tenido niños pequeños sabe de lo que hablo; “fulano me ha quitado no-sé-qué”, “mengano me ha pegado”, “tengo sed”, “papá, límpiame el culo”, etc. Pero en los ratos que no necesitan que les resuelva un problema acuciante y no hay que estar con los cinco sentidos puestos en que nadie se mate, puedo contemplar la belleza de las criaturas que Dios ha hecho. Creo que los niños nos gustan tanto porque aún conservan su inocencia, están menos estropeados por el pecado. Por decirlo de otra manera, la huella del Creador es más evidente en ellos, porque están recién salidos de Su mano. El tercer tipo de contemplación que me ha dado momentos de felicidad es la de la naturaleza. Como dice el salmista, los Cielos proclaman la gloria de Dios. San Pablo dice a los romanos:
Porque todo cuanto de se puede conocer acerca de Dios está patente ante ellos: Dios mismo se lo dio a conocer, ya que sus atributos invisibles, su poder eterno y su divinidad se hacen visibles a los ojos de la inteligencia, desde la creación del mundo, por medio de sus obras. Por lo tanto, aquellos no tienen ninguna excusa. (Romanos 1:19,20)
La existencia de Dios es evidente para cualquiera que tenga el corazón limpio y contempla un paisaje como este:

El Valle de Ordesa, Pirineo aragonés.


Esto es naturaleza en estado puro, una belleza sobrecogedora, y puedo asegurar que el efecto es muchísimo más fuerte in situ. Recomiendo a todos los que tengan amigos o familiares ateos que se los lleven al Valle de Ordesa, porque es muy posible que ahí se curen de su delirio. No es posible que tanta belleza sea fruto del azar. Hay una variedad casi infinita de colores; los picos rocosos majestuosos contrastan con los bosques de pinos, el río cristalino con las praderas llenas de flores silvestres. El paisaje inspira reverencia y hasta temor de Dios; hace que el hombre se sienta como lo que es: nada, en comparación con Dios. Ante esta panorámica la única reacción posible es: ¿quis ut Deus? (¿quién como Dios?). El hombre es capaz de crear cosas de gran belleza, pero en comparación con la obra del Creador no son más que baratijas.

Cuando el hombre vive en armonía con la naturaleza deja una huella que endulza el paisaje. Se puede ver como una metáfora de la cooperación del hombre con la gracia divina; la obra del hombre, en armonía con la del Creador, es bella y da gloria a Dios. Esta imagen de la campiña inglesa es un buen ejemplo :


Lo que se ve no es naturaleza en estado salvaje, sino el resultado del matrimonio entre Dios y el hombre. El terreno está dividida en prados para el pasto del ganado y para el cultivo de alimentos. Hay caminos que cruzan el paisaje, junto a los cuales crecen filas de árboles, y las casas de los agricultores se funden con el entorno. El resultado estético es muy bello; una belleza tranquilizadora, sosegada. El hombre “domestica” la naturaleza para su provecho, pero sin causarle perjuicio, igual que domesticamos animales para que trabajen para nosotros, o simplemente para que nos hagan compañía. Sin embargo, cuando el hombre vive de espaldas a la naturaleza, como suele suceder en la era moderna, su huella afea el paisaje, como en esta imagen de la ciudad de Tokyo, cuya area metropolitana tiene una población de 36 millones de habitantes, un verdadero infierno de hormigón y acero:


Las ciudades modernas, en mi opinión, son una metáfora de como el hombre ha dado la espalda a Dios, para centrar su vida en una ganancia puramente material. Hay cada vez más personas que viven y mueren en ciudades monstruosas, sin ver jamás un prado, un bosque, una montaña. Nunca ven un paisaje impoluto, ni disfrutan de la paz y el silencio de un entorno natural. Lo típico de las ciudades es el ruido, la suciedad, las prisas y la delincuencia. Paradógicamente, junto a la masificación que se da en las ciudades, sus habitantes se sienten solos y aislados entre sí. Los vecinos que viven puerta con puerta no se conocen. Los ancianos que mueren en sus casas a menudo se quedan ahí hasta que la policía derriba la puerta porque alguien se ha quejado del mal olor. El Sistema quiere que todos estemos apiñados en ciudades feas y malolientes, y lo consigue asfixiando económicamente a los que viven en el campo. El éxodo rural va de la mano con el olvido de las tradiciones, el debilitamiento de la identidad de los pueblos y una pérdida de las buenas costumbres morales. Para el pueblo cristiano el éxodo rural con la industrialización ha desembocado en una pérdida de la fe. Hoy en día si quieres encontrar un lugar en España donde todavía se conserva la fe católica, hay que ir a los pueblos más rurales y remotos.

Por esta razón, al principio del siglo XX en Inglaterra surgió el movimiento Back to the Land,  (Vuelta a la Tierra), inspirado por la predicación de un sacerdote dominico, Vincent Mcnabb. En otra ocasión prometo escribir un artículo entero sobre este movimiento, que fue truncado por la Segunda Guerra Mundial, y luego por el desastre conciliar, pero que en nuestro tiempo es más relevante que nunca. Hoy el Padre Mcnabb está prácticamente olvidado, pero fue muy admirado en su época. Hillaire Belloc, un gran amigo suyo, estaba convencido de que era un santo y G.K. Chesterton dijo que era uno de los pocos grandes hombres que había conocido. Pienso que es un hombre que todos los católicos deberían conocer, porque fue un auténtico profeta. En los años ´20 denunciaba el peligro que suponía para las familias católicas el estilo de vida urbana y animaba a las familias a huir de la ciudad para salvar sus almas. Vivió la mayor parte de su vida en las grandes urbes que tanto odiaba, especialmente Londres, que apodaba Babilondoni, y se desgastó ayudando a los más pobres, las víctimas de la industrialización y lo que él llamaba la usura al servico de Mamón. Juró quedarse en las ciudades, que consideraba la antesala del Infierno, para socorrer a los que no podían huir al campo.

El Padre Vincent Mcnabb, un profeta de los tiempos modernos, hoy olvidado.
Por último, tras irme por las ramas (como suele pasar), me toca hablar de la belleza de la Santa Misa. Es ahí donde he podido vislumbrar lo que será el Cielo (Dios quiera que llegue un día). La Misa Tradicional, a diferencia del Novus Ordo, refleja perfectamente el Sacrificio de Nuestro Señor en el Cavario, y pone delante de nuestros ojos todos los misterios de nuestra Santa Religión. A lo largo de los siglos el hombre ha creado obras de increíble belleza para realzar la belleza sublime del Santo Sacrificio de la Misa. No sólo me refiero a las iglesias y catedrales como obras arquitectónicas, sino también a la imaginería, la orfebrería de los retablos, los cuadros y frescos que adornan los templos, los vestimentos que llevan los ministros sagrados y por supuesto la música sacra. Todo contribuye a elevar el alma hacía Dios y unirse espiritualmente al Sacrificio que ofrece el sacerdote en la Misa; esa es la auténtica participación de los fieles en la Misa, no “hacer cosas”, como lo interpretan los modernistas. Dijo el Padre Faber que la Santa Misa Tradicional era la cosa más bella a este lado del Paraíso.

Cualquiera que tenga un mínimo de sentido estético se da cuenta de que la Misa Nueva está rodeada de fealdad. Por algo será, digo yo. Los templos que se han construido desde el Concilio Vaticano II son en su inmensa mayoría horriblemente feos. La música que se interpreta en las “celebraciones eucarísticas”, como ahora llaman la Santa Misa, es igual de fea. Se ha introdicido en el repertorio litúrgico un estilo propio de la anti-música, que propicia el baile y el jolgorio en lugar de la oración. Todo conspira para banalizar la Misa, cuyo nuevo rito ya es bastante banal de por sí. Los curas cuentan chistes en las homilías, hay bailes y hasta espectáculos de teatro para “amenizar” la celebración, los fieles se saludan ruidosamente en el gesto de la Paz, mientras que Nuestro Señor está sobre el altar (perdón, mesa). Ya nadie se esmera en ir bien vestido para asistir a semejante espectáculo; si ni siquiera el cura se viste como cura… En vez de elevar a los fieles hacía lo sagrado, rebaja lo sagrado al nivel del mundo. Han democratizado la Misa para que nadie se sienta excluído, pero el resultado ha sido que ya casi nadie se molesta en ir.


La solución es rechazar la fealdad y volver a lo bello, porque donde está la Belleza ahí estará la Bondad y la Verdad. Es decir, ahí estará Dios.

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