Cristo de la Luz

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lunes, 9 de noviembre de 2020

Saber morir

A veces aprendes más sobre una persona en sus últimos momentos que durante años de convivencia. Ayer murió C., una persona excepcional, cuyo nombre no desveleré por respeto a su intimidad. Fue una amiga cercana de mi mujer y su marido, S., es amigo mío. Reconozco que no siempre me llevaba bien con C., porque era del Opus dei y por ende, menos tradicional que yo. A veces me pinchaba, sabiendo que no pensaba como ella, y como era algo mayor que yo (y maestra) me solía reñir amablemente. En nuestras conversaciones sobre religión solían formarse dos bandos; por un lado los hombres, S. y yo defendíamos la postura más tradicional; por otro las mujeres, C. y mi mujer argumentaban desde una visión más "moderna". A lo largo de los años hemos tenido muchas conversaciones; a pesar de nuestras diferencias, daba gusto hablar con ellos de cualquier tema, porque los dos eran muy abiertos, sin falsos aires ni pretensiones, y nunca te daban la razón, como a los tontos. Además, S. habla por los codos. Recuerdo los domingos que nos quedábamos charlando tras la Misa en un parque, mientras los niños compraban chucherías y se tiraban por los columpios. Hemos llegado tarde a más de una comida familiar por no poder "escaparnos" de S. Nuestros hijos ya sabían que si empezábamos una conversación con S., la cosa iba para rato. 

Poco después de conocer al matrimonio, nos dimos cuenta de que algo fallaba. Un día C. confesó a mi mujer que S. tenía un grave problema de celos. Ella nunca había sido infiel, pero S. sentía unos celos tremendos por un vecino, que años antes de casarse había sido brevemente novio de C. Lo absurdo de la situación es que C. era una buena mujer católica, que nunca había tenido relaciones íntimas con ningún hombre aparte de su marido. Hablamos largo y tendido con S. para hacerle entrar en razón, pero no atendía a nuestros argumentos. Seguramente por una autoestima muy baja, estaba obsesionado con la idea de que C. aún quería al otro hombre, que en realidad no era nadie para ella. Este problema de celos causó graves perjuicios en la armonía familiar y las hijas del matrimonio se pusieron todas en contra de su padre.

Cuando los padres de S. enfermaron, sin dudarlo, trajo a los dos a su casa, dejó su trabajo de comercial y los cuidó a tiempo completo durante dos años, hasta su muerte. Entretanto, llegó la crisis económica y cuando quiso volver al trabajo no fue posible. El pobre hombre estuvo varios años en paro, buscando trabajo o haciendo trabajos esclavos como teleoperador. Ahora, gracias a Dios, ha recuperado su trabajo antiguo de comercial. La verdad es que vendería frigoríficos a los esquimales, con la labia y el carisma que tiene. Cuando me enteré de lo que hizo para sus padres, pensé que llegado el momento, yo quisiera tomar la misma decisión que él. Recordé la sentencia de San Pablo:

Si alguien no tiene cuidado de los suyos, principalmente de sus familiares, ha renegado de la fe y es peor que un infiel. (1 Timoteo 5:8)

En un momento dado, S. dejó de asistir a Misa, diciendo que estaba "peleado con Dios". La tensión en su casa se cortaba con un cuchillo y naturalmente todos sufrían por esta situación. En vano intentaba persuadir a S. de venir conmigo a la Misa tradicional, donde vería una liturgia más sobria, más reverente y seria que en su parroquia de barrio. A menudo él hablaba de lo mal que estaba el mundo, de la crisis en la Iglesia. Pero lo hacía desde la desesperación, sin esperanza. El hombre estaba espiritualmente paralizado; yo notaba que la herida con su mujer no le dejaba vivir su fe. Decía que no había dejado de creer, pero le era imposible acercarse a la iglesia, confesarse y comulgar. De seguir así, S. hubiera terminado muy mal. Como dice San Agustín, "el que no vive según lo que cree, acaba creyendo según como vive." Nosotros estuvimos mucho tiempo rezando por su matrimonio y Dios no se rindió con S.; iba a jugar su baza ganadora que transformaría completamente su vida y la de su familia.

Hace dos años y medio a C. le diagnosticaron un cáncer de estómago. Durante la enfermedad mi mujer la visitó varias veces, tanto en su casa como en el hospital y hablabaron mucho por teléfono. C. decía que Dios le había mandado esa enfermedad para el bien de toda su familia, una familia en plena crisis. Decía que se ofrecía como víctima expiatoria para la salvación de los suyos. Nunca se quejó, se mantuvo de buen humor durante su calvario personal. Hacía el final le regaló a mi mujer una pulsera con una pequeña cruz. Le dijo; "es para que siempre abraces la cruz". S. nos ha contado que cuando el sacerdote entró a su habitación del hospital para confesarla por última vez, se puso a llorar. Le dijo que no le iba a poder confesar si lloraba, y ella contestó que no lloraba de pena, sino de alegría. Esto me recuerda la frase que escribió en su diario Santa Teresita del Niño Jesús, el día que escupió sangre por primera vez, sabiendo que se le acercaba su muerte por tuberculosis con tan sólo 24 años: "llega el Esposo".


Gracias al cáncer, al comportamiento ejemplar de C. y de todas las oraciones recibidas, S. pudo pedirle perdón a su mujer y se reconciliaron antes de que ella se fuera de este mundo. Creo que la enfermedad y muerte de C. ha logrado lo que nadie pudo conseguir: le ha ablandado el corazón y lo ha preparado para recibir otra vez el influjo de la gracia divina. 

No voy a unirme al coro de modernistas, que canonizan a cualquier muerto, diciendo: "ahora está en el Cielo". Sin embargo, pocas veces he tenido tanta seguridad en la salvación de un alma como en el caso de C. A pesar de ser poco tradicional, me ha dado una gran lección de vida. San Bernardo dice:

¡Qué consoladora es la muerte del justo! ... La muerte de los santos es preciosa a los ojos de Dios.