Cristo de la Luz

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jueves, 23 de octubre de 2014

Dos visiones sobre la homosexualidad

Publicado el 6 de mayo de 2014


Hay dos formas de ver la vida; dos formas de ver la religión; dos formas de ver casi todo. Por un lado, puedes buscar con ahínco lo bueno, lo verdadero y lo bello, y cuando lo alcanzas no permitir que nada te separe jamás de ello. Esta es la opción de los santos y los mártires. Por otro lado, puedes optar simplemente por lo que te conviene, por lo más fácil en cada momento. Esta es la opción del mundo, de los que van por el “camino ancho”, que todos sabemos a donde conduce. Ya dijo algo parecido hace tiempo Blaise Pascal, pero mejor expresado:
Hay personas que buscan la verdad, sea conveniente o no; y hay personas que buscan lo que les conviene, sea verdadero o no.

Evidentemente, las personas de la primera categoría (entre las que yo quisiera estar) son sumamente intolerantes. Difícilmente encontraremos a un santo (de los de verdad, no los santos de tres al cuarto de la era postconciliar) que se pliegue ante el mal o que adopte una posición equidistante entre la verdad y el error. De hecho, siempre me ha parecido que una marca inconfundible de santidad era la intolerancia con el mal y el error. De la misma manera, es una característica de nuestro tiempo apóstata la tolerancia frente a los males y los errores que nos fustigan. Por esta razón dijo Chesterton que la tolerancia era la virtud del hombre que no creía en nada. Nuestro Dios, tres veces santo, castigó la idolatría de su Pueblo Elegido con errar 40 años en el desierto, luego con derrotas militares y destierros, y finalmente, por su incredulidad ante Su Venida, con la destrucción de su capital, Jerusalén. Nuestro Dios es un Dios intolerante, desde luego.

Tras esta reflexión general, quisiera examinar la tolerancia hacía un mal concreto: la homosexualidad. No me alargaré demasiado explicando la tolerancia que muestra el mundo hacia este mal, porque todos sabemos como está el patio. Nuestra sociedad se parece a la Sodoma de los tiempos de Abrahán. En toda aquella ciudad no se pudo encontrar ni siquiera a 10 hombres buenos, que no se habían contaminado con las perversiones de las masas. No quisiera saber a cuántos hombres el Señor salvaría de la quema en mi ciudad, si cayera su ira hoy sobre nosotros, y tiemblo al pensarlo.
Lo que realmente quiero recalcar es la tolerancia hacía la homosexualidad que existe hoy dentro de la Iglesia Católica. Esta tolerancia actual por parte de la jerarquía católica del pecado nefando de la sodomía, antaño considerado uno de los cuatro pecados que clamaban venganza al Cielo, es especialmente llamativa cuando se compara con la actitud tradicional de absoluta intransigencia. Se podría decir que el objetivo del Concilio Vaticano II de “abrirse al mundo”, en lo que se refiere a la homosexualidad, se ha logrado con creces.

Pongo dos ejemplos de cómo los santos veían la sodomía antes de la revolución conciliar:
Sin falta trae muerte al cuerpo y destrucción al alma. Contamina la carne, apaga la luz de la mente, expulsa al Espíritu Santo del templo del corazón humano y da entrada al Demonio, el que estimula la lujuria. Lleva al error, destierra completamente la verdad de la mente engañada… Abre el Infierno y cierra las puertas del Paraíso… Es el vicio que viola la templanza, mata la modestia, estrangula la castidad, y asesina la virginidad. Lo profana todo, ensucia y contamina todas las cosas. – San Pedro Damián.
Cometen el maldito pecado que es contra la naturaleza. Como ciegos y tontos, ofuscada la luz de su entendimiento, no reconocen la pestilencia y miseria en que se encuentran, pues no sólo me es pestilente a mí, sino que ese pecado desagrada a los mismos demonios, a los que esos desgraciados han hecho sus señores. Tan abominable me es ese pecado contra la naturaleza, que sólo por él se hundieron cinco ciudades como resultado de mi juicio, al no querer mi divina justicia sufrirlas más; qué tanto me desagradó ese abominable pecado. – Dios Nuestro Padre Celestial, según el Diálogo de Santa Catalina de Siena.

San Pedro Damián, autor del “Libro de Gomorra”, una denuncia férrea del pecado de la sodomía entre el clero.
Comparemos esto con la postura del actual Pastor Supremo de la Iglesia:
Un gay que busca a Dios, de buena voluntad… ¿quién soy yo para juzgarlo? El Catecismo de la Iglesia Católica explica esto muy bien. Dice que no debemos marginar a estas personas, deben ser integradas a la sociedad. – El Papa Francisco, julio 28, 2013.
Además de comparar sus palabras sobre la homosexualidad con las de los santos y los Papas pre-conciliares, podemos comparar sus obras. ¿Qué medidas se tomaban antes para castigar y erradicar el vicio antinatural en la sociedad, y sobre todo, dentro de la Iglesia? San Basilio Magno, Padre de la Iglesia y uno de los fundadores del monacato oriental, estableció una serie de castigos para el monje que hubiera cometido tocamientos o abusos sexuales a otros monjes o niños. Según las normas el culpable debía ser castigado con latigazos en público, se le rapaba la tonsura, y era encarcelado, atado de pies y manos, durante seis meses. Después de este periodo debía vivir en una celda separada y ser sometido a durísimas penitencias para expiar sus pecados, y nunca se le dejaría sin la vigilancia de otros dos monjes, para asegurarse de que no recayera. Tal era la seriedad con la que se trataban los pecados homosexuales.

Comparemos eso con el procedimiento actual. Por ejemplo, ¿qué le ocurrió al Cardenal Keith O’Brien, la cabeza de la Iglesia de Escocia, que dimitió el año pasado de sus cargos ante alegaciones fundadas de que había mantenido una relación homosexual con otro sacerdote durante varias décadas, y que había acosado sexualmente a otros tres sacerdotes? El terrible castigo impuesto fue la jubilación anticipada y a vivir tranquilamente de su pensión. El Vaticano ni siquiera le prohibió participar en el cónclave de ese año del que salió elegido Francisco; sólo gracias a una campaña de los medios de comunicación seculares al final el cardenal O’Brien decidió no viajar a Roma.
Pensemos en la pena que dictaba el Papa San Pío V para un prelado culpable del pecado contra natura y del abuso sexual:
Se establece que cualquier sacerdote o miembro del clero, tanto secular como regular, que cometa un crimen tan execrable, por la fuerza de la presente ley sea privado de todo privilegio clerical, de todo puesto, dignidad y beneficio eclesiástico, y habiendo sido degradado por un juez eclesiástico, que sea entregado inmediatamente a la autoridad secular para que sea muerto, según lo dispuesto por la ley como el castigo adecuado para los laicos que están hundidos en ese abismo. – Horrendum illud scelus.

Cardenal Keith O’ Brien
Eso se puede comparar con lo que hizo “San” Juan Pablo II con Monseñor Bernard Law, el hombre que llevó la archidiócesis de Boston a la bancarrota, tras pagos en concepto de indemnización por abusos. El Arzobispo Law dio asilo a sacerdotes acusados de abusos sexuales a menores a sabiendas de que eran pederastas, y rehusó denunciar estos abusos a la policía, lo cual constituye un delito de encubrimiento, castigado con penas de cárcel. Gracias a esta política de dar cobijo a sacerdotes que eran depredadores sexuales, los abusos se prolongaron durante las dos décadas que Monseñor Law estuvo al mando, y miles de menores sufrieron a manos de estos monstruos. ¿Cuál fue el castigo ejemplarizante que impuso “San” Juan Pablo II a este prelado que traicionó a las almas a su cargo, manchó el episcopado con crímenes execrables y escandalizó a millones de católicos norteamericanos? Fue llamado a Roma (donde estaría a salvo de la justicia estadounidense), elevado al Colegio Cardenalicio y nombrado rector de la Basílica de Santa Maria Maggiore. ¡Ojalá Juan Pablo II hubiera tratado a Monseñor Lefebvre con tan sólo una ínfima parte de la delicadeza con la que trató a reconocidos delincuentes, como eran Monseñor Bernard Law y el P. Marcial Maciel!

Es interesante notar la respuesta que no debe tener un prelado hacía el vicio contra natura, según las revelaciones a Santa Catalina de Siena que ya he citado:
Así, si algún prelado o señor, al ver que alguien estaba putrefacto por la corrupción del pecado mortal, si le aplicara tan sólo el ungüento de suaves palabras de ánimo, sin reproche alguno, nunca le curaría, sino más bien la putrefacción se extendería a otros miembros, quienes con él forman un cuerpo bajo el mismo pastor. – Dios Nuestro Padre Celestial, según el Diálogo de Santa Catalina de Siena.
Esa respuesta tibia e indulgente es exactamente la que tuvo el Cardenal Timothy Dolan, Arzobispo de Nueva York y Presidente de la Conferencia Episcopal de EEUU, en el programa televisivo de NBC, “Meet the Press”, al ser preguntado por la estrella de fútbol americano, Michael Sam, quien se había declarado homosexual. Para quedar bien con el público, para no parecer un “carca”, un antipático inquisidor de la moral, dijo lo siguiente:
Bien por él. No tengo ningún sentimiento de juicio hacía él. La Biblia nos enseña sobre las virtudes de la castidad y la fidelidad y el matrimonio, pero también nos dice que no juzguemos a la gente. Así que yo le diría “¡bravo!”
¡Cuánta cobardía encierra esta declaración! En lugar de aprovechar la oportunidad de reafirmar la moral católica, para el bien de todas las personas viendo ese programa, el Cardenal da a entender que ahora la Iglesia aprueba lo que antes condenaba en los términos más duros. De esta manera este prelado se hace cómplice del pecado del pobre hombre que ha “salido del armario” para jactarse de su desviación sexual y además, por omisión de su sagrado deber de advertir de los peligros para el alma, induce a los débiles e ignorantes a caer en el mismo pecado. ¿Habrá recibido algún admonición de Roma por este incidente? Mucho me temo que le hayan felicitado.

El Cardenal Timothy Dolan, en el centro, haciendo el payaso con Obama y Romney, es un prelado que busca la aprobación del mundo a cualquier precio.
San Pedro Damián habló de los malos obispos como Timothy Dolan, que toleran el pecado de la sodomía, diciendo:
Deberían temblar, porque se han convertido en socios en el pecado de otros, al permitir que la plaga destructiva de la sodomía continúe entre sus filas.
¿Tiembla el Cardenal Dolan? Lo dudo sinceramente. Tampoco creo que tiemble el Papa Francisco ante la enorme popularidad que se ha granjeado entre los liberales (¡Ay! cuando todo el mundo habla bien de vosotros), gracias a sus guiños a los pro-sodomitas, tipo “¿quién soy yo para juzgar?” En el fondo los pastores que abandonan a sus rebaños para irse se fiesta con los lobos son malos precisamente porque no tiemblan. 

Me impactó leer que lo primero que dijo Giuseppe Sarto (mejor conocido por el nombre San Pío X) a su Colegio Cardenalicio, tras elegirle sucesor de San Pedro, fue advertirles que habían puesto en serio peligro la salvación de su alma por la enorme responsabilidad que le habían encomendado. Tres años más tarde, en la encíclica Pieni l’animo de 1906, escribió:
Con nuestra alma llena de temor por la cuenta implacable que deberemos rendirle un día al Príncipe de Pastores, Jesucristo, respecto al rebaño que nos ha sido confiado, pasamos nuestros días en continua ansiedad por preservar a los fieles, en la medida de lo posible, de los peores males que ahora afligen la sociedad humana.

San Pío X fue un buen pastor de almas porque temblaba ante Dios
No dudo que pronto cualquier sacerdote u obispo que reitere las condenas bíblicas al pecado de la sodomía se enfrentará a penas de cárcel. Sin embargo, hay que decir dos cosas. Primero, si hemos llegado a este extremo de persecución por parte del lobby gay, es en gran medida gracias a la tibieza con la que los obispos católicos han hecho frente al totalitarismo rosa. Segundo, la elección será muy sencilla:  o claudican ante la censura gay, llaman bien al mal, y traicionan el Evangelio; o van a la cárcel por decir la verdad para el bien de las almas y por ser testigos de Nuestro Señor Jesucristo. Si esta es la elección, yo me hago la pregunta: ¿dónde está la duda?

El Juicio de Dios no tardará; llegará como un ladrón en la noche. Los obispos deberían temblar YA.

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