Cristo de la Luz

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lunes, 13 de octubre de 2014

El Pacto de Metz

Publicado el 14 de noviembre de 2012


Uno de los misterios de nuestro tiempo es la aceptación de la que goza en el seno de la Iglesia Católica la ideología más inicua jamás concebida por el ser humano: el comunismo. Este artículo pretende analizar las raíces históricas de esta connivencia impía entre comunismo y catolicismo e ilustrar algunos de sus efectos. Varias veces, en conversaciones con católicos, me han dicho cosas por el estilo; “el comunismo es algo bueno, aunque su puesta en práctica ha fallado”, “el comunismo es parecido al cristianismo, porque se preocupa por los pobres”, o “si el mundo entero fuera comunista habría justicia social y viviríamos mejor.” Ante esto suelo citar la condena fulminante del Papa Pío XI de 1937, en su Encíclica Divini Redemptoris, donde escribió, entre otras cosas, que el comunismo es intrínsecamente perverso; y no se puede admitir que colaboren con él, en ningún terreno, quienes deseen salvar la civilización cristiana. Es una pena que los Papas post-conciliares no hablen con la rotundidad de Pío XI, porque se ahorra mucho esfuerzo y tiempo llamando al pan, pan y al vino, vino. Hoy en día no estilan las formas pre-conciliares; en lugar de excomulgar, condenar y anatemizar a los enemigos de la fe, se prefiere la “medicina de la misericordia” que invocó Juan XXIII. [1]


Para un católico laico de a pie con tendencias filo-comunistas, si su problema es sólo la ignorancia y conserva aún la buena voluntad, esta condena papal basta para que entre en razón. Sin embargo, resulta más difícil explicar la simpatía que sienten por el comunismo tantos teólogos, sacerdotes y obispos, porque no puede aducir ignorancia en su defensa. Para justificarse dirán que la pastoral de la Iglesia debe evolucionar, que no nos podemos anquilosar en el pasado, cuando el mundo ha avanzado tanto, etc., etc., etc. Han interiorizado tanto las ideas hegelianas de la evolución de la Historia [2] que creen sinceramente que lo que en 1937 era “intrínsicamente perverso”, hoy puede ser moralmente aceptable y hasta loable. Es triste decirlo, pero hoy en día ya no podemos dar por sentado que los pastores de la Iglesia “desean salvar la civilización cristiana”, porque es evidente que muchos están demasiado ocupados en colaborar con los artífices de su demolición.



El Concilio Vaticano II, cuyos 50 años se recuerdan ahora, escribió un triste capítulo en esta demolición de la civilización cristiana. Dicho Concilio se negó a condenar el comunismo, debido al infame Pacto de Metz, la ciudad francesa donde se reunieron en agosto de 1962 (dos meses antes de la apertura del Concilio) el Cardenal Tisserant, enviado por Juan XXIII, y Nikodim, el patriarca ortodoxo de Moscú, un títere del Politburo soviético. Allí acordaron que la Unión Soviética permitiría que varios miembros de la Iglesia Ortodoxa Rusa aceptaran la invitación del Papa para asistir como observadores en el Concilio (¡las barbaridades que se cometen en nombre del ecumenismo!), y a cambio el Vaticano se comprometió a que no habría ninguna condena explícita del comunismo. Para que no piense el lector que me adentro en una oscura teoría de la conspiración, debo aclarar que este pacto, lejos de ser un secreto, fue anunciado en conferencia de prensa por el entonces obispo de Metz, Monseñor Schitt; fue detallado en el diario católico francés, La Croix; y ha sido confirmado públicamente por el que era entonces el secretario del Cardenal Tisserant, Monseñor Roche. [3]

Es sumamente interesante lo que cuenta Monseñor Lefebvre sobre lo ocurrido en el Concilio con respecto a este tema. La petición de condena al comunismo, redactada por el Coetus Internationalis Patrum [4] obtuvo la firma de 454 obispos, representando 86 países. Monseñor Lefebvre entregó personalmente esta petición, dentro del plazo previsto, el 9 de noviembre de 1965, al secretario del Concilio. En su reciente biografía del Arzobispo [5], Monseñor Tissier de Mallerais comenta en detalle cómo el Pacto de Metz fue rigurosamente respetado por Pablo VI. Creo que cualquier católico debería saber esto, por lo que a continuación ofrezco (con permiso de la editorial) un extracto de la mencionada biografía (pág. 421):
¿Qué pasó entonces? El 13 de noviembre, la nueva redacción del esquema no tomó en cuenta los deseos de los solicitantes; el comunismo seguía sin ser mencionado. Por eso, Monseñor Carli protestó el mismo día ante la presidencia del Concilio y presentó un recurso dirigido al tribunal administrativo… El Cardenal Tisserant ordenó una investigación que reveló… que, por desgracia, la petición se había “extraviado” en un cajón. En realidad, lo que pasó fue que Monseñor Achille Glorieux, Secretario de la comisión competente, después de recibir el documento, no lo hizo llegar a la comisión.
El “olvido” de Monseñor Glorieux fue objeto de disculpas públicas por parte de Monseñor Garrone, pero, como quiera que sea, el plazo concedido para introducir el párrafo sobre el comunismo ya había caducado. Por otro lado, una condena del comunismo habría discrepado demasiado con la intención del Papa Juan, que había decidido que el Concilio no condenaría ningún error; y además, en su encíclica Pacem in terris, del 11 de abril de 1963, Juan XXIII había evitado toda reprobación del comunismo, y aceptaba incluso que se pudiera “reconocer en él algunos elementos buenos y laudables.”
Eso era negar el carácter “intrínsicamente perverso” del comunismo, según el Papa Pio XI y aceptar la colaboración de los católicos con el comunismo…. Como árbitro del debate, pero heredero de Juan XXIII, Pablo VI mantuvo el silencio sobre la palabra “comunismo”, y se contentó con añadir el 2 de diciembre una mención de las “reprobaciones del ateísmo hechas en el pasado”, lo que era falsificar la doctrina de Pio XI, que condenaba el comunismo en cuanto organización y método de acción social perversos (una técnica de esclavitud de masas y una práctica de la dialéctica, en palabras de Jean Madiran), y no sólo en cuanto atea.
Cardenal Mindszenty, víctima del comunismo y del Ostpolitik

Este lamentable episodio explica muchas cosas que pasarían después en la Iglesia. Sin duda explica la traición al heroico Cardenal Mindszenty de Hungría. Este prelado, tras años de encarcelamiento y tortura por el régimen comunista, estuvo refugiado en la embajada de EEUU en Budapest desde 1956 hasta 1971, cuando los diplomáticos del Vaticano consiguieron su liberación. El precio de su libertad fue su silencio ante el comunismo. Este acuerdo entre Roma y Moscú se hizo a espaldas del cardenal, por lo que éste se negó a respetarlo, y para su gloria fue una piedra en el zapato para los partidarios del Ostpolitik [6] hasta su muerte en 1975. A pesar de la valiente resistencia del Cardenal Mitszenty, los demás obispos húngaros firmaron en 1965 un acuerdo de sumisión al régimen soviético, con la esperanza de que así aplacarían a los comunistas y cesaría la persecución. Sus cálculos erraron por completo y sólo consiguieron neutralizar las fuerzas de resistencia católicas, y de esta manera dar una apariencia de legitimidad al régimen.

El pacto de Metz también puede explicar la expansión de la Teología de la Liberación por toda Latinoamérica en los años inmediatamente después del Concilio, como un cáncer en plena metástasis. Explica la visita diplomática del Arzobispo Casaroli a Cuba y sus posteriores alabanzas a Fidel Castro. Fue precisamente este acontecimiento lo que motivó la Declaración de Resistencia de Plinio Correa de Oliveira en 1974, en la que se dirigió al Papa Pablo VI en estos términos: Ordene lo que quiera, Santo Padre, excepto que dejemos de luchar contra el comunismo. Esto, en conciencia, no obedeceremos. Sobre este asunto resistiremos. El pacto explica como durante los años ´70 una gran parte del clero de Nicaragua se alineó abiertamente a favor de la revolución sandinista, y que en 1979 la Conferencia Episcopal de Nicaragua publicara una carta pastoral alabando “la contribución de los cristianos a la causa revolucionaria”, sin que recibieran la menor sanción desde Roma. Cuando Juan Pablo II visitó el país en 1983 la situación había llegado a tal desmadre que el Papa tuvo que hacerse oír por encima de los abucheos de los asistentes a sus misas. Explica por qué, cuando este mismo Papa quiso cumplir con la petición de la Virgen en Fátima, consagrando Rusia al Inmaculado Corazón de María [7], fracasó las dos veces que lo intentó, en 1982 y 1984, por consagrar el mundo, sin siquiera mencionar Rusia. Es otro ejemplo penoso de hasta qué punto el Papa tenía miedo de contrariar al enemigo.

Juan Pablo II con el tirano comunista, Fidel Castro, en 1998

El Ostpolitik no se acabó con la caída del imperio Soviético, como demuestra el vergonzoso acuerdo entre el Vaticano y la Iglesia Ortodoxa en Balamand, (El Líbano) de 1993. Tras la caída de la Unión Soviética, la Iglesia Ortodoxa temía una desbandada por parte de los católicos orientales, que durante 80 años de comunismo habían tenido que renunciar, al menos oficialmente, a la Iglesia Católica para escapar de la persecución. Si esto ocurría era previsible que estos católicos además reclamaran la devolución de todos los templos que les habían sido usurpados por la Iglesia Ortodoxa. Llega la jerarquía católica al rescate, y se acuerda, en aras de la unidad ecuménica, que se evitaría “la conversión de gente de una Iglesia a otra”. Es decir, la Iglesia Católica prefiere que las almas se queden en una secta cismática, antes que reunirse al Cuerpo de Cristo en la Tierra. De esta manera el Vaticano negó implícitamente la declaración infalible del Concilio de Florencia (1431-1445), que afirma que “paganos, judíos, herejes y cismáticos” se encuentran “fuera de la Iglesia Católica”, y por tanto “nunca pueden ser partícipes de la Vida Eterna”, a menos que “antes de su muerte” se unan a la única verdadera Iglesia de Jesucristo, la Iglesia Católica. Según la doctrina tradicional de la Iglesia, la conversión de los ortodoxos no es una opción; es una OBLIGACIÓN.

Es curioso como el destino del mundo en los tiempos modernos parece girar alrededor de Rusia. La Virgen en Fátima ya avisó en 1917, apenas meses antes de la Revolución Bolchevique, que si Rusia no se convertía, esparciría sus errores por todo el mundo. Así ha ocurrido al pie de la letra, no sólo con el comunismo, sino con el aborto (el gobierno de Lenin fue el primero en legalizar el aborto en 1920). Aún seguimos esperando que el Papa vea bien cumplir con lo que la Madre de Dios le ha pedido. Antes el problema eran los comunistas; ahora son los cismáticos ortodoxos. Lo cierto es que mientras el Santo Padre anteponga intereses diplomáticos a la voluntad del Cielo, ni se convertirá Rusia, ni habrá paz en el mundo.


Creo que la política de apaciguamiento del comunismo, notablemente el Pacto de Metz, explica en gran parte la actitud tan benevolente hacía esta ideología que tienen tantos católicos hoy, laicos y clérigos. Y, visto los resultados catastróficos del Ostpolitik en Europa oriental y Rusia (y no hablemos de China), creo que convendría retornar a la política que la Iglesia ha practicado tradicionalmente frente a sus enemigos. En lugar de buscar acuerdos y querer a toda costa llevarnos bien con ellos, lo que deberíamos hacer es primero llamarlos a la conversión, y luego, si se resisten a la gracia, combatirlos sin tregua.
NOTAS

[1] En su solemne discurso inaugural del Concilio Vaticano II del 11 de octubre de 1962, el Papa Juan XXIII dijo:
Siempre la Iglesia se opuso a estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad.

La idea de este Papa era que la Verdad se imponía por sí misma, y que los errores se desvanecen como la niebla ante el sol, por lo que las condenas y excomuniones ya no eran necesarias. A mi juicio, fue una actitud tremendamente ingenua, teniendo en cuenta las gravísimas advertencias de todos sus antecesores inmediatos. Además, las consecuencias de esta “misericordia”, que a efectos prácticos se tradujo en laxitud, tanto doctrinal como disciplinaria, causaron un auténtico desastre en la Iglesia. Al abrir las compuertas, enseguida las herejías entraron en todas las instituciones de la Iglesia como un “tsunami”. Los pocos católicos ortodoxos que resistieron el impacto de la ola revolucionaria fueron sistemáticamente marginados y perseguidos por la jerarquía.

[2] Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831). Filósofo idealista alemán que ejercería una ponderosa influencia sobre Karl Marx por sus teorías sobre dialéctica histórica.

[3] Este acontecimiento está también relatado en dos magníficos libros: Iota Unum de Romano Amerio, Angelus Press 1996 (p.65-66), y The Jesuits – The Society of Jesus and the Betrayal of the Roman Catholic Church de Malachi Martin, New York: Simon Schuster, 1987 (p.85-86).

[4] El Cœtus Internationalis Patrum (Grupo Internacional de Padres) era un grupo de 250 obispos conservadores, que durante el Concilio Vaticano II hizo frente a las tesis liberales que finalmente triunfaron. Su presidente era Mons. Lefebvre y su secretario el Cardenal de Proença Sigaud. Entre sus filas figuraba el Arzobispo de Madrid, Mons. Casimiro Morcillo.

[5] Marcel Lefebvre: La Biografía de Bernard Tissier de Mallerais, ed. Actas, 2012.

[6] La política de apaciguamiento de regímenes comunistas, iniciada bajo el pontificado de Juan XXIII por el Cardenal Agostino Casaroli, quien llegó a ser Secretario de Estado de la Santa Sede bajo Juan Pablo II entre 1979 y 1991. Se renunciaba a condenar el comunismo a cambio de una supuesta mejora de las condiciones de los católicos que vivían bajo estos regímenes.

[7] El 13 de junio de 1929 en Tuy, España, se le apareció la Virgen María a Sor Lucía, la única vidente de Fátima que seguía con vida. Esta vez le dijo: Ha llegado el momento en que Dios pide que el Santo Padre haga, en unión con los Obispos del mundo, la consagración de Rusia. Si esta consagración se hacía, Rusia se convertiría y habría paz en todo el mundo. Sor Lucía dijo en 1985: la consagración todavía no ha sido realizada, porque Rusia no fue el objeto claro de la consagración, sino el mundo. A pesar de ello, los neo-católicos, defensores a ultranza de TODO lo que hacen los Papas, insisten en que la consagración sí se ha hecho, pero lo que no logran explicar es por qué Rusia no se ha convertido ni porqué no hay paz en todo el mundo, tal y como prometió la Virgen.

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