El otro día me contaron unos amigos algo que les había pasado con su hijo. De pequeño leía la Biblia todas las noches en su cama, y ahora dice que no cree en Dios, que la religión es mentira. Según sus padres la culpa la tuvo una profesora de filosofía del instituto que le metió ideas raras en la cabeza. Esta triste historia se la conté a mis hijos para ver cómo reaccionaban. Transcribo la conversación para la edificación de mis lectores:
D. (de 7 años): ¡Si alguién me dice que Dios no existe le digo que está loco!
Yo: ¿Por qué?
D.: Porque si no existe Dios, ¿de dónde vienen los planetas, las estrellas y todas las personas?
Yo: Claro, pero se lo creyó porque fue su señorita quien se lo dijo.
J. (de 5 años): ¿Pero por qué le hizo caso si era mala?
Yo: Seguramente él no sabía que era mala y creía que todos sus profesores eran buenos. Pero ahora vosotros sabéis que no es siempre así. Hay gente que dice que Dios no existe.
J.: Yo sé porque dicen que Dios no existe.
Yo: ¿Por qué dicen eso?
J.: Porque son chulitos, para hacer siempre lo que ellos quieren.
Me quedé asombrado de la sabiduría de mis hijos, que desenmascararon en un instante por un lado el error y por otro la motivación de los ateos, quienes según San Pablo “no tienen excusa”. Se dice que los ateos no encuentran a Dios por la misma razón que los ladrones no encuentran la comisaría de policía. En fin, con enorme gozo me puse a pensar en la frase de Nuestro Señor:
Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. (Mateo 11:25)
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