Louis-Édouard-François-Desiré Pie (1815-1880), mejor conocido como el Cardenal Pie, fue un acérrimo enemigo del error más insidioso de su siglo: el liberalismo. Por su defensa a ultranza de la doctrina tradicional católica y sus invectivas contra los liberales, en su día fue tachado de ultramontano (todo un cumplido viniendo de los católicos tibios y enemigos de la Iglesia). Su obra Sobre los Errores de Nuestro Tiempo de 1854 sirvió como base doctrinal para la encíclica Quanta Cura y la Syllabus, ambas de Pío IX. San Pío X fue un gran conocedor y admirador de sus escritos, que sin duda le alentaron en sus batallas contra el modernismo.
Cardenal Pie |
No es de extrañar que, fuera de algunos
círculos tradicionalistas, la obra del Cardenal Pie es bastante
desconocida hoy en día. Sus escritos ponen de manifiesto con una
claridad meridiana los errores liberales que aún persisten, y que tras
el Concilio Vaticano II han sido abrazados por la propia jerarquía
eclesiástica. Las falsas libertades, como la libertad de prensa, la
libertad de expresión, la libertad de conciencia, y sobre todo la
libertad religiosa, son ahora defendidas a capa y espada por los mismos
obispos que deberían denunciarlas y combatirlas. Cada palabra del
insigne cardenal es una denuncia contra la nueva orientación de la
Iglesia, que ha supuesto un cambio de 180 grados en la doctrina y la
praxis, por lo que no hace falta ser un genio para vaticinar que la
jerarquía neo-católica jamás permitirá que sea beatificado.
Las falsas libertades tan queridas por los
papas y el episcopado modernos son en realidad una peste que corrompe la
sana doctrina católica. Los Derechos del Hombre proclamados por los
liberales atacan y anulan los derechos divinos, por lo que fueron
condenados por Pío VI en Quod aliquantum de 1791, apenas dos años tras el estallido de la Revolución Francesa, en estos términos tan tajantes:
El necesario efecto de la Constitución decretada por la Asamblea es de aniquilar la Religión Católica y con Ella la obediencia debida a los reyes. Con este propósito establece como un derecho del hombre en la sociedad la libertad absoluta no sólo de ser indiferente frente a las opiniones religiosas, pero también otorga plena licencia de pensar, hablar, escribir y hasta publicar lo que uno quiera en materia religiosa – incluso las imaginaciones más desordenadas. Es un derecho monstruoso, que la Asamblea afirma, no obstante, emana de la igualdad y la libertad naturales de todo hombre.
¿Cuántos hombres de Iglesia hablan hoy en
día de esta manera sobre las libertades mencionadas? ¿Acaso lo que era
verdad hace 200 años ya no lo es? ¿Acaso la doctrina cambia con los
tiempos, con las opiniones mayoritarias? ¿Cómo puede un “derecho
monstruoso” convertirse, por arte de magia, en “un derecho inalienable
de cada ser humano” (Juan Pablo II dixit)? ¿Alguien ha oído en los
últimos 40 años a un obispo católico (exceptuando los cuatro de la
HSSPX) predicar el dogma “fuera de la Iglesia no hay salvación”? ¿Lo que
ha sido solemnemente declarado ex cathedra y ratificado varias
veces por concilios ecuménicos ya no es verdad, o será más bien que los
obispos conciliares se avergüenzan de su propia herencia, y optan por
silenciar este dogma de fe para caer mejor a los herejes e infieles?
Si al Cardenal Pie le costó luchar contra
los errores liberales en el siglo XIX, ¡cuánta más valentía requiere
hacer algo similar en el siglo XXI, cuando dichos errores no sólo forman
la base del sistema político y social en que vivimos, sino que se han
enquistado en el mismísimo Cuerpo de Cristo! Dado que la valentía es una
virtud que brilla por su ausencia en la jerarquía eclesial moderna, la
rendición ante los errores modernos es la tónica general. Que no se
extrañen los católicos conservadores que estemos siempre en retirada,
que se aprueben leyes inicuas, que la sociedad esté cada vez más
viciada, más alejada de Dios, que la práctica religiosa disminuya con
cada año que pasa. Todo lo que nos ocurre tiene una explicación bien
sencilla: cuando se cede en los principios, los malos frutos no tardan
en llegar.
En España concretamente la Constitución de
1978 destronó a Nuestro Señor y convirtió el país en un “estado
aconfesional” (cada vez se ve más claramente que esto es una forma
eufemística de decir un estado ateo). Dios ya no es la
fuente de autoridad para el régimen constitucional, según el cual “la
soberanía reside en el pueblo”. La religión católica, a pesar de ser la
mayoritaria, pasó de ser la única oficial, como corresponde a la única
verdadera, a ser una de tantas. Esto ocurrió con el beneplácito de la
mayoría del episcopado español. Exceptuando a los ocho obispos que
permanecieron fieles a Nuestro Señor, liderados por Monseñor Guerra Campos,
los demás cambiaron de chaqueta con una naturalidad pasmosa. Gracias a
estos Judas en España la Iglesia, Esposa de Cristo, está ahora
legalmente a la misma altura que cualquier secta o culto diabólico. ¡Que
nadie se extrañe de que ahora Satanás reine en España! Si no reina
Cristo, el Diablo es la única alternativa.
El Papa Francisco, defensor a ultranza de falsos derechos del hombre |
El Cardenal Pie advirtió así sobre el peligro del principio liberal de separación entre Iglesia y Estado:
Ni en Su Persona, ni en el ejercicio de Sus derechos, puede Jesucristo estar dividido… en Él la distinción de naturalezas y operaciones nunca puede separarse u oponerse; lo divino no puede ser incompatible con lo humano, ni lo humano ser incompatible con lo divino. Al contrario, es la paz, el acercamiento, la reconciliación; es el carácter de unión que ha hecho de dos cosas una: “Él es nuestra paz, quien ha hecho ambos uno…” (Efesios 2:14). Esto es por lo que San Juan nos dijo: “si un espíritu no reconoce a Jesús, ese espíritu no es de Dios; es el mismo espíritu del Anticristo. Han oído que vendría un anticristo; pues bien, ya está en el mundo.” (1 Juan 4:3) Cuando oigo que día tras día prevalecen ciertos discursos al uso, ciertos eslóganes – “la separación de la Iglesia y el Estado”, por ejemplo, y el lema enigmático “una Iglesia libre en un Estado libre” – y constato que son introducidos hasta el corazón de las sociedades, el disolvente por el que el mundo debe perecer, doy este grito de alarma: ¡guárdense del Anticristo!
En 1884 León XIII reiteró la condena a la falsa libertad religiosa en Humanum genus:
El gran error del tiempo presente consiste en relegar al rango de cosas indiferentes la preocupación religiosa y poner en pie de igualdad todas las formas religiosas. Ahora bien, este principio por sí solo, basta para arruinar a todas las religiones y especialmente a la católica pues, siendo la única verdadera, no puede dejar de soportar las injurias e injusticias, si tolera que las otras religiones le sean igualadas.
Pero los católicos modernos dirán: “Eso
estuvo bien para el siglo XIX. Ahora el mundo ha avanzado, la Iglesia no
se puede quedar atrás, hay que adaptarse a los tiempos, etcétera.”
La raíz de la crisis de la Iglesia, que
llevamos 50 años padeciendo, sin que se vea ningún atisbo de luz al
final del túnel, es el concepto de la evolución del dogma. Los
modernistas creen que todo cambia, incluida la doctrina católica. Sin
embargo, Dios es un Ser Eterno y atemporal, por lo que es inmutable, y
la Fe, que tiene como objeto a Dios, es también inmutable. Lo que puede
cambiar en la Iglesia son las reglas disciplinarias, los medios de
predicar el Evangelio (antes se difundía a través de la imprenta; ahora
se hace por internet), y hasta la liturgia cambia (de forma gradual,
orgánica). Lo que nunca puede cambiar es la doctrina y la moral, porque se refieren a lo verdadero y lo bueno, atributos esenciales de Dios.
Por esta razón los católicos siempre han
tenido gran cautela respecto a novedades en la fe. Es más, una novedad
en materia doctrinal se ha considerado tradicionalmente como sinónimo de
herejía. La fe que se transmite inalterada de una
generación a otra es la Tradición. Hablar de católicos tradicionales es
en realidad un pleonasmo, porque un católico es tradicional por definición.
Si no recibe la misma fe que Nuestro Señor entregó a Sus apóstoles el
día de Su Ascensión, puede estar seguro de no tener la verdadera fe
católica, por lo que podemos decir que un “católico tradicional” es como
un círculo redondo o agua mojada.
Esto es lo que dicen algunos Papas y Padres de la Iglesia sobre las novedades en la fe:
- No podemos dejar de asombrarnos por la locura de algunos hombres, de entendimiento impío y ciego, quienes anhelando el error, no se contentan con la regla de fe entregada de una vez para siempre desde toda antigüedad. Diariamente buscan algo nuevo, y otra cosa más nueva aún, y constantemente desean añadir algo a la religión, cambiarla o restar de ella. (San Vicente de Lerins)
- La naturaleza de la fe católica es tal que nada se le puede añadir ni sustraer. O se tiene enteramente o se rechaza por completo. Esta es la fe católica que si un hombre no la profesa fielmente y con firmeza, no puede ser salvo. (Benedicto XV)
- No cambiéis nada; contentaros con la Tradición. (San Cipriano)
- Las antiguas doctrinas deben ser confirmadas, mientras que las absurdas novedades deben ser condenadas y expulsadas. (San Cirilo de Alejandría)
- El Demonio siempre está buscando algo nuevo contra la Verdad. (San León Magno)
- Por la autoridad apostólica conferida declaramos que los inventores de nociones novedosas que, como dice el Apóstol Pablo, no edifican nada, sino más bien engendran ideas de gran necedad, sean privados de la comunión de la Iglesia. (San Inocencio I)
Tampoco estaría demás mencionar el llamado
juramento papal, que supuestamente durante siglos tomaba en su ceremonia
de coronación el papa, hasta que Pablo VI, de infeliz recuerdo, lo
abolió en 1963. Dicho juramento empezaba así:
Yo prometo no cambiar nada de la Tradición recibida, y en nada de ella —tal como la he hallado guardada antes que yo por mis predecesores gratos a Dios— inmiscuirme, ni alterarla, ni permitirle innovación alguna.
Con esto en mente es sumamente interesante
leer algunos documentos postconciliares que hablan de una “Tradición
viva”, un eufemismo para significar una Tradición que cambia; es decir,
una Tradición que NO es Tradición. Un buen ejemplo de ello es Ecclesia Dei de Juan Pablo II:
Las amplias y profundas enseñanzas del Concilio Vaticano II requieren un nuevo empeño de profundización, en el que se clarifique plenamente la continuidad del Concilio con la Tradición, sobre todo en los puntos doctrinales que, quizá por su novedad, aún no han sido bien comprendidos por algunos sectores de la Iglesia.
La Misa Tradicional, tan odiada por los modernistas |
¡Es asombroso! El documento habla de
aspectos de la Tradición que son “novedosas”. ¿Pero cómo puede algo ser
novedoso y tradicional a la vez? Para conformarse con un disparate
semejante hace falta una de dos cosas: hacerse una lobotomía y extraer
el cerebro (una opción últimamente muy popular entre los neo-católicos),
o reescribir el diccionario de la lengua.
Termino con otra cita del gran Cardenal Pie, cuyo mensaje es aún plenamente actual:
Oigan esta máxima, ustedes, católicos llenos de temeridad que tan rápidamente adoptan las ideas y el lenguaje de su tiempo, que hablan de reconciliar la fe y la Iglesia con el espíritu moderno y con la nueva ley. Y ustedes que aceptan con tanta alegría la ocupación más peligrosa que nuestra época orgullosamente llama “Ciencia”, miren hasta qué punto se extravían del programa propuesto por el apóstol, “Querido Timoteo, conserva el bien que te ha sido confiado. Evita la impiedad de una vana palabrería y las objeciones de una pretendida ciencia.” (1 Timoteo 6:20) Estén en guardia. Con tales temeridades uno se va más lejos de lo que se imaginaba al principio. Y al colocarse en esa pendiente de novedades profanas, obedeciendo la corriente de la mal-llamada ciencia, muchos han perdido la Fe.
¿No han sentido tristeza a menudo, y miedo, venerables hermanos míos, al oír el lenguaje de ciertos hombres, que se creen aún hijos de la Iglesia, hombres que todavía practican ocasionalmente como católicos y se acercan a la Mesa del Señor? ¿Les consideran aún hijos, les consideran aún miembros de la Iglesia, los que arropándose con frases ambiguas como “aspiraciones modernas” y la “fuerza del progreso y la civilización”, proclaman la existencia de una “conciencia de los laicos”, de una conciencia secular y política en oposición a la “conciencia de la Iglesia”, contra la que se abrogan el derecho de reaccionar, para corregirla y renovarla? ¡Ay, tantos pasajeros y hasta capitanes, los que, creyéndose dentro de la barca, juegan con novedades profanas y la ciencia mentirosa de su tiempo, ya están hundidos en el abismo.
(Homilía, 25 de noviembre, 1864)
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