Publicado el 10 de diciembre de 2013
Estos días he estado releyendo Historia de la Iglesia de José Orlandis [1]. Es un librito muy apañado para aficionados como yo. No lo recomiendo para sesudos doctores en teología, pero sí es útil para los que tenemos lagunas como la Catedral de Sevilla en nuestros conocimientos sobre la fe (debido seguramente a la educación secularista que hemos padecido de jóvenes).
Estos días he estado releyendo Historia de la Iglesia de José Orlandis [1]. Es un librito muy apañado para aficionados como yo. No lo recomiendo para sesudos doctores en teología, pero sí es útil para los que tenemos lagunas como la Catedral de Sevilla en nuestros conocimientos sobre la fe (debido seguramente a la educación secularista que hemos padecido de jóvenes).
Un pasaje que me ha llamado especialmente la atención está en la página 113 (de la 4ª edición, de 2004). Está en el capítulo llamado “La Reforma Protestante” [2], y dice así:
En la Dieta de Worms, de 1521, Carlos V y Martín Lutero se encontraron frente a frente. Ni puedo ni quiero retractarme, declaró el antiguo fraile. Admira la clarividencia del joven emperador de veintiún años, que en aquella sola jornada caló toda la gravedad de una revuelta religiosa, que la Curia romana había tardado tanto tiempo en advertir. Esa misma noche redactó Carlos de su puño y letra un documento que al día siguiente, 19 de abril, presentó ante la Dieta, proclamando la resuelta determinación, de emplear mis reinos y mis señoríos, mis amigos, mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma [en combatir esta herejía]. Y ése fue el combate que libraron hasta la muerte el autor de la Reforma y el último gran emperador cristiano de Europa.Realmente podemos decir, sin temor alguno a equivocarnos, que ya no quedan reyes como Carlos V. ¡Cuánta lealtad tuvo que inspirar en sus súbditos este gran hombre! Muchos fueron los que le siguieron con fervor, hasta dar su sangre, en esa tarea hercúlea; erradicar la herejía protestante en aras de preservar la unidad del Imperio. Sin embargo, esa determinación inquebrantable, esa visión de la Cristiandad unida en una sola fe, guiada por la Iglesia Católica, Romana y Apostólica, por desgracia no fue compartida por otros monarcas católicos de la época.
En la página 116 de Historia de la Iglesia, leemos esto:
Leyendo Historia uno se da cuenta de que no hay nada nuevo bajo el sol. Por ejemplo, no es algo nuevo la famosa declaración del presidente J. F. Kennedy, asegurando a la población estadounidense de que su fe católica nunca se “entrometería” en su deber de gobernar la nación. No es algo nuevo que el muy católico rey de España, Juan Carlos I, tras jurar solemnemente sobre los Evangelios fidelidad a los principios del Movimiento Nacional, renegara del legado espiritual del Generalísimo Franco, firmando lo que le pusieran delante: ley del divorcio, del aborto, del sodomonio, con tal de seguir en el trono. No es algo nuevo que el ex primer ministro socialista, Tony Blair, se convirtiera al catolicismo y fuera recibido en la Iglesia con honores y adulación por la jerarquía inglesa, a pesar de no haberse retractado por su ideología anti-cristiana, ni haber pedido perdón por los millones de niños no-nacidos que fueron asesinados durante su mandato, gracias a leyes que él personalmente sancionó. No, leyendo la historia de Francisco I de Francia, uno de se da cuenta de que nada de eso es nuevo.Los reyes franceses de los primeros tiempos de la Reforma dieron la pauta de una singular política religiosa. Desde la época de Francisco I, Francia fue la constante aliada de los príncipes protestantes alemanes que luchaban contra Carlos I, y también del turco, que amenazaba las fronteras orientales del Imperio.
Pero la cosa no termina ahí. Orlandis explica que Francisco I hizo todo lo posible por impedir la celebración del concilio tan deseado por el emperador Carlos, y tan necesario para la Iglesia.
Carlos V deseaba ardientemente la reunión del concilio, con la esperanza de que sirviera para rehacer la unidad religiosa del Imperio. Pero esta perspectiva y el fortalecimiento del poder de Carlos que ellos supondría, bastaba para que el otro gran monarca católico de Europa, Francisco I de Francia, en guerra casi continua con el emperador, no sintiera el menor entusiasmo por la convocatoria conciliar.Imaginemos la situación de los primeros años de la revuelta protestante, con la herejía haciendo estragos por media Europa. Desde la bula de León X, Exsurge Domine de 1520 que condenó las 52 tesis de Lutero, pasaron 27 años hasta poder celebrar el concilio ecuménico en la ciudad italiana de Trento. La actitud de Francisco I, que ponía todas las trabas posibles a la reunión del concilio, es como la de un alcalde que ve como su municipio arde, pero en vez de ayudar en la extinción del incendio, obstaculiza la labor de los bomberos, calculando que el fuego destruirá la propiedad de su rival político. Es anteponer intereses particulares al bien común. En la página 127 Orlandis, hablando de la Guerra de los Treinta Años, escribe:
Las dos potencias católicas [España y el Imperio] estuvieron a un paso de conseguir una completa victoria. Fue entonces, precisamente, cuando Francia intervino en favor de los príncipes protestantes. Era una Francia gobernada paradójicamente por famosos cardenales – Richelieu, Mazzarino – y hay que reconocer que logró sus objetivos: España perdió la supremacía europea, el Imperio quedó sumamente debilitado y saltó hecho añicos el temido “cerco” de los Habsburgo en torno a Francia, que pasó a ser, sin discusión, la primera potencia mundial.El autor, con buen criterio católico, hace balance de la cínica realpolitik de Francia:
El precio de estos éxitos, que sancionaron los Tratados de Westfalia, fue altísimo en el plano religioso. El avance de la reconquista católica en Alemania quedó bloqueado y se perdieron las renacidas esperanzas de un retorno a la unidad cristiana. La Europa moderna, que comenzó a existir en Westfalia, nació con el alma dividida; y otra vez el principio cuius regio eius religio – cada Estado siga la religión de su príncipe – vino a consagrar la fragmentación confesional de una Alemania compuesta por 343 principados y ciudades. El ideal de la Cristiandad europea quedó definitivamente vencido y abandonado.Otros autores no ven así la Historia, sino que alaban la actitud “pragmática” de Francisco I. Un ejemplo es el protestante, César Vidal, en su libro El Talón de Aquiles [3]. Es capaz de reconocer que lo que hizo Francisco I al luchar a favor de los turcos fue inmoral, pero en cuanto se trata de la lucha de los emperadores contra los herejes protestantes, le parece un atentado intolerable contra la “libertad religiosa”. En el capítulo dedicado al “talón de Aquiles” de Felipe II, la intransigencia religiosa, según Vidal, escribe esto (pág. 117):
Otros monarcas católicos de la época … odiaban el protestantismo, al que consideraban una peligrosa herejía [¡que lo es!], ansiaban la unidad religiosa y se confesaban hijos fieles de la Iglesia Católica. Todo eso sí, pero no hasta el punto de perjudicar los intereses nacionales.En la página 133 Vidal prosigue:
A los reveses frente a Inglaterra – poco importa que los causaran los temporales – se sumaron los sufridos en Flandes y Francia, donde – una vez más – Felipe II había intervenido en pro de una política católica y antiprotestante. Las pérdidas humanas y materiales fueron muy cuantiosas y dejaron a España en mala situación. Y lo peor es que no existían razones nacionales para ello. A diferencia de otras campañas de su reinado, la empresa contra Inglaterra, por ejemplo, no se sustentaba en intereses reales de España, sino más bien en los de la religión católica.Lo que le parece locura a Vidal – anteponer el triunfo de la Iglesia a los “intereses nacionales”, y arriesgar el Imperio más grande del mundo por celo a Jesucristo – a mí me suena a gloria. A Felipe II le animó el mismo noble espíritu caballeresco, y sintió las mismas ansias de volver a la unidad religiosa de la Cristiandad que su padre Carlos. A ojos del mundo ambos reyes fracasaron en su lucha contra el protestantismo, España perdió su estatus de “super-potencia” en favor de Francia, y César Vidal y compañía hoy les reprochan su “intransigencia religiosa” por querer ser “la espada de la contrarreforma”. Sin embargo, a ojos de Dios sospecho que las cosas se ven de otra manera.
Si alguien de aquella época veía las cosas con los ojos de Dios, sería el jesuita San Francisco Javier. Para historiadores como Vidal convendría recordar lo que el gran santo misionero escribió en una carta a Juan III, Rey de Portugal en 1548:
Si tuviese para mí que el rey está al cabo de un amor desengañado que le tengo, pedirle haría una merced para le hacer servicio con ella, y es ésta: que todos los días se ocupase un cuarto de hora en pedir a Dios N.S. que le dé bien a entender y mejor sentir dentro en su ánima aquello que dice Cristo: ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? Y tomarse por devoción que al fin de todas oraciones añadiese: ¿De qué le sirve…?
NOTAS
[1] Edición Rialp, Madrid.
[2] Aquí patina Orlandis al adoptar una
terminología anti-católica, llamando lo de Lutero una “reforma”, cuando
en realidad no fue otra cosa que una revolución. ¡Si el
protestantismo fue un “reforma” de la Iglesia, entonces habría que
decir que los jacobinos “reformaron” la monarquía francesa! Las palabras
tienen su importancia, y si dejamos que los enemigos de la Iglesia
determinen nuestro vocabulario, tenemos la guerra medio perdida antes
siquiera de entrar en combate.
[3] MR Ediciones, Madrid. Unos años atrás,
cuando era más liberal, compraba libros de César Vidal. Sí, tengo muchos
pecados que purgar…
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