Tras el batacazo de los partidos llamados “patriotas” y los partidos de inspiración cristiana en las elecciones de ayer, 25 de mayo de 2014, he llegado a la siguiente conclusión: el pueblo español no quiere lo que le conviene.
Es la situación más triste que puedo imaginar. Mejor sería ver al país gemir bajo la tiranía de una fuerza invasora cruel, como durante la ocupación de los franceses a principios del siglo XIX. Al menos quedaría la esperanza de una gesta heroica como el 2 de mayo, cuando el pueblo se levantó en armas contra su opresor. Sin embargo, ahora es el mismo pueblo que pide a su verdugos que tensen un poquito más la cuerda de la horca, si son tan amables.
España está moribunda, pero en lugar de someterse a una operación in extremis para salvarse, en lugar de tomarse la medicina amarga que quizás la curaría, se empeña en seguir por el mismo camino suicida. Y los políticos que operan bajo el lema “el votante siempre tiene razón”, están encantados de seguir proporcionándole la droga que pide a gritos. Así funciona la democracia; es tan sencilla como la ley de oferta y demanda. ¿Qué demandan los ciudadanos? ¿Decencia en todos los ámbitos de la vida pública? ¿Respeto a la vida humana? ¿Una sociedad sometida al suave yugo de la ley cristiana? Desde luego que no. Pues, si no demandan estas cosas, los políticos, que son comerciantes del voto, no las ofertan.
Lo que quiere el pueblo español: populismo neo-marxista |
En un régimen monárquico, donde gobierna un hombre sin tener que mendigar votos al pueblo, es cierto que pueden fallar muchas cosas. Puede existir corrupción, el líder puede ser inepto, deshonrado, dejarse aconsejar por malas inflencias, y tomar todo tipo de decisiones equivocadas. Ahí está la Historia. Sin embargo, es indudable que cuando un monarca, un general o quien sea, está al mando de un país que no está sometido por poderes externos, por muy mal gobernante que sea, tiene capacidad de tomar decisiones pensando en el bien de su pueblo. Esto es algo absolutamente ajeno a un político español, que toma decisiones pensando en su beneficio personal, en el de su partido, y como máximo en el bien del sistema. Nunca pensará en el bien de España ni pensará en cuál es la voluntad de Dios.
Si esta última consideración suena a chiste en el contexto cochambroso de la política actual, hay que recordar que los grandes gobernantes de la Historia de España la han tenido siempre como máxima prioridad. Isabel la Católica, Carlos V o Felipe II gobernaron buscando en todo momento la voluntad de Dios, aconsejándose por hombres de Iglesia de renombrada doctrina y santidad. Podemos añadir a la lista de ilustres gobernantes que han buscado la voluntad de Dios en sus decisiones a Francisco Franco, quien no sólo salvó España de las hordas comunistas, sino que durante sus 40 años de gobierno impuso una paz duradera, trajo el progreso económico y fomentó el desarrollo social y cultural del país.
Franco pudo tomar decisiones pensando más allá de unas elecciones dentro de tres años. Podía tomar decisiones, para bien o para mal, pensando en el largo plazo, en lo que convenía a España. Y todo lo hacía sabiendo que tendría que darle cuentas a Dios a la hora de su muerte. No es lo mismo saber que comparecerás ante el tribunal de Jesucristo, que creer que “toda soberanía emana del pueblo”, como creen los políticos apóstatas de la casta actual. Ellos se ríen del pueblo, engañan al pueblo (que se deja engañar), y se aprovechan del pueblo para vivir cómodamente. Podrán reírse del pueblo, pero de Dios nadie se mofa. Cada uno cosecha lo que siembra. (Gálatas 6:9)
Todos parecen estar contentos con esta situación penosa. El pueblo y la casta política han suscrito una especie de pacto no escrito; el primero le dice a la casta: “no me obligues a tomarme la medicina y yo te mantendré en la poltrona. No me recrimines mis pecados ni me exhortes a reformarme, y yo no te pediré cuentas.” La casta responde: “nunca te faltará droga mientras yo estoy al mando. Prometeré muchas cosas que luego no cumpliré, pero entre unas elecciones y otras se te olvidará.” Los políticos españoles son parásitos, chupando la sangre del pueblo, con la peculariedad de que el anfitrión no quiere librarse de ellos porque cree que los necesita. Es un vergonzoso ejemplo del síndrome de Estocolmo; la víctima que se enternece de su secuestrador. Ambos quieren manterner el status quo a toda costa, pero si seguimos en esta dirección iremos inevitablente a la catástrofe más absoluta. Me recuerda el chiste del político que anuncia: “España estaba al borde del precipicio, pero gracias a nosotros ha dado un gran paso adelante”.
No creo en esta democracia. El pueblo tiene lo que se merece, y todo se irá al garrete antes o después. La única solución para España es la conversión a Nuestro Señor Jesucristo. Si España se arrepiente de sus pecados, renuncia al liberalismo y demás pestes, y se vuelve a Dios, quizás pasará como a Nínive: el Señor se apiadará de ella y se salvará de la destrucción. Si España se empeña en desobedecer a Dios y se aferra a sus ídolos, Dios la iniquilará, como hizo con Sodoma y Gomorra. Quizás no hará falta que caiga fuego del cielo; seguramente bastará con los bárbaros que están a tiro de piedra de la frontera, aguardando su momento.
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