Cristo de la Luz

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miércoles, 16 de mayo de 2018

La Sacrosanta Democracia

Hablar en contra de la democracia hoy en día es considerado blasfemia. En España, antaño tan católica, se puede hablar en contra de Jesucristo, en contra de Su Iglesia, en contra de la Virgen Santísima y no pasa nada; pero NUNCA, NUNCA se puede hablar en contra de la democracia. ¿Por qué? Porque desde que España dejó de ser católica, adoptó la democracia como religión oficial del Estado. En todo Occidente, a la vez que el cristianismo ha ido perdiendo influencia, la democracia se ha convertido en la religión dominante. Con un celo digno de cualquier misionero, los demócratas adoran a su dios, predican su doctrina por doquier, adoctrinan a los niños en la fe desde la más tierna infancia, promueven sus ritos y llevan a cabo un proselitismo feroz. Los sacerdotes de la democracia denuncian a todos los herejes que niegan algún dogma de su credo, mientras miran con compasión a los países infieles que aún no han sido bautizados en la fe democrática. Los más fanáticos son capaces de invadir países, matando a decenas de miles de sus habitantes, destrozando sus infraestructuras y su economía, con tal de llevarles la sacrosanta democracia. Es gracias a la religión democrática que un canalla como George W. Bush puede sentirse moralmente superior a todos los dictadores del mundo, por llevar la democracia a Iraq, y que millones de personas le aplaudan por ello.

El lento ascenso de la mentalidad democrática en Occidente, donde se originó, se puede entender como una consecuencia del declive de la fe católica. Igual que el mundo moderno necesitó muchas revoluciones para borrar todo vestigio de la Cristiandad (y aún no lo ha conseguido del todo), ha necesitado mucho tiempo para implantar su nueva religión democrática. A partir del Renacimiento, en Europa la sociedad poco a poco dejó de estar orientada hacía Dios; el centro y la medida de todo dejó de ser Jesucristo y se puso al hombre en Su lugar. Ese largo proceso de sustitución de una sociedad teocéntrica por una sociedad antropocéntrica es la madre de la democracia. El gran pensador colombiano, Nicolás Gómez Dávila, lo expresó así:
La democracia es una religión antropoteísta. Su principio es una opción de carácter religioso, un acto por el cual asume al hombre como Dios. Su doctrina es una teología del Hombre-Dios, su práctica es la realización del principio en comportamientos, en instituciones y en obras.
Nicolás Gómez Dávila, 1913-1994

Si nos preguntamos: ¿qué significa a efectos prácticos la democracia?, la respuesta es muy sencilla: la mayoría decide. Luego, si nos preguntamos: ¿es bueno que decida la mayoría? habría que puntualizar: depende de lo que estemos hablando. Si, por ejemplo, salgo con un grupo de amigos y tenemos que decidir si cenamos en un chino o una taberna típica, no veo problema en que se haga lo que decida la mayoría. Si lo que toca decidir es si España tiene que subir o bajar los impuestos a los PYMES, es un auténtico disparate consultar al electorado, que en su conjunto no tiene ni la más remota idea de cómo funciona la economía de un país. Si la decisión es de índole moral, como la legalización del gaymonio, es una aberración someter semejante cosa a votación. El mero hecho de votar sobre los mandamientos de la Ley de Dios es un insulto gravísimo a Nuestro Señor, algo que ningún católico debe tolerar. ¿Qué dice la democracia sobre esto? A los verdaderos demócratas les da igual el resultado; lo único que les importa es que la mayoría se exprese, porque la voluntad de la mayoría es por definición buena. Esto es blasfemia.

Uno de los ejemplos más tristes de la abominación democrática es lo que está ocurriendo en Irlanda, cuyos ciudadanos votarán el 25 de mayo de este año 2018 en un referéndum sobre el aborto. Los obispos irlandeses han animado a todos los votantes a defender el derecho a la vida de los no nacidos y han explicado porqué el aborto es un crimen. Para algunos católicos esto será motivo de gran regocijo; el que no se consuela es porque no quiere. A mi modo de ver, es una tragedia que los católicos irlandeses, con sus obispos a la cabeza, vean con tanta naturalidad un referéndum sobre el quinto Mandamiento. Lo que echo de menos en los comunicados de los obispos es una denuncia frontal de todo el proceso, no solamente de los argumentos abortistas. No se dan cuenta de que si se ha llegado hasta aquí, el problema es la democracia en sí. No basta con dar la batalla en contra de la legalización del aborto; hay que combatir el sistema que PERMITE que se ponga en duda el derecho más elemental de los seres humanos.

El referéndum irlandés, que previsiblemente ganarán los partidarios del aborto, ilustra hasta qué punto la democracia tiene un efecto corruptible en la moralidad pública. Lo que hace no mucho sería impensable, hoy es el objeto de debate político y pronto será ley. El mero hecho de poder discutir un tema libremente en público y luego votar sobre él, le da un barniz de respetabilidad en la conciencia colectiva.  La gente poco a poco se acostumbra a que, en el ámbito político, nada es sagrado y todo puede cambiar según las mayorías fluctuantes; pensemos en lo que anteayer era un pecado que clamaba venganza al Cielo y hoy es motivo de "orgullo". Con el tiempo, por tanto, la democracia produce entre los fieles una ruptura entre su moral privada y la moral de la esfera pública. Lo que es pecado para uno mismo, no necesariamente será pecado para los demás, si es legal y goza de la aprobación de la mayoría. Este proceso perverso explica cómo en Occidente el clima cultural ha pasado en cuestión de un par de generaciones de ser respetuoso hacía el cristianismo a serle abiertamente hostil.

Desde siempre los filósofos han entendido que la democracia es un pésimo sistema de gobierno. Sócrates la comparaba con esta situación: estás en un barco sin capitán, navegando por el Mediterráneo, y hay que decidir quién lo va a dirigir. La primera opción, la única sensata según Sócrates, es escoger al hombre más capaz, que más sabe de navegación. La segunda opción, la democrática, es organizar una especie de concurso de popularidad en que participarán todos los que están abordo, y el ganador, el que mejor dotes retóricos tenga y más simpático caiga, será el nuevo capitán. Sócrates sabía que si un pueblo tiene que elegir entre un demagogo que ofrece golosinas y promete solucionar enseguida todos los problemas de la gente, frente a un hombre serio que prescribe sacrificio y disciplina para remediar la situación del país, como un médico que insiste en la necesidad de hacer dieta y tomar medicinas amargas para curar enfermedades, el pueblo siempre elegirá al primero. No hay que mirar más allá de lo que le pasó a él mismo: fue condenado a muerte por un voto de 500 senadores atenienses por "perturbar la paz social".

Los grandes pensadores de la era de la Cristiandad evidentemente no fueron adeptos de la religión democrática. San Agustín, en su Ciudad de Dios, no deja resquicio para la democracia. Divide los reinos en dos categorías: la ciudad de Dios, donde los hombres se preocupan ante todo de los bienes espirituales, renunciando a las tentaciones del Demonio, y la ciudad del hombre, en que se entregan a los placeres de este mundo, pensando exclusivamente en los bienes de aquí abajo. No hay cabida para medias tintas; o buscas la justicia del reino de Dios o vives bajo la esclavitud del Demonio. A San Agustín le era totalmente indiferente el método de gobierno, mientras los hombres se regían por las exigencias del Evangelio de Cristo. Es decir, la democracia moderna, en que todo está sometido a discusión y las leyes son en función de las apetencias de las mayorías, le parecería una auténtica abominación.

Santo Tomás de Aquino habla de las tres formas de gobierno: la monarquía, la aristocracia y democracia. Dice que la monarquía es la que mejor refleja la naturaleza, gobernada por un solo Dios, y por ello es la forma de gobierno más deseable. Si el monarca es virtuoso y gobierna a favor del bien común, la esencia del buen gobierno para Santo Tomás, es el escenario ideal. No obstante, reconoce el peligro real de la tiranía, cuando un monarca absoluto gobierna para su propio beneficio, en lugar de preocuparse por el bien de su pueblo. Para prevenir la tiranía o mitigar sus estragos, Santo Tomás propone como solución práctica una combinación de las tres formas de gobierno. Usa el ejemplo de la Iglesia Católica, que es a la vez una monarquía, porque está gobernada por un solo hombre, el Papa; una aristocracia, porque está gobernada por una élite, los obispos del mundo entero; y una democracia, porque los cardenales eligen con sus votos al Papa.

Tampoco Montaigne, el más influyente de los filósofos escépticos del Renacimiento, creía en la democracia. Al rechazar la noción de un bien común objetivo, al equiparar moralmente las costumbres y creencias religiosas de distintas partes del mundo, abrió la puerta al relativismo en la política, un dogma fundamental de la religión democrática. Sin embargo, como buen aristócrata, dijo que no creía en la democracia, porque el hombre común era incapaz de la sobriedad necesaria para poder tomar decisiones sobre el futuro de un país. Ni siquiera los filósofos "ilustrados" del siglo XVIII abogaron por la democracia, a pesar de llevar a cabo una obra propagandística inmensa contra la Iglesia y la Monarquía, los dos pilares de la sociedad cristiana, y de esta manera preparar el terreno para el posterior triunfo democrático en Occidente. Rousseau, el padre de los philosophes, escribió sobre la soberanía del pueblo, y sobre la bondad intrínseca de la voluntad de la mayoría, dos conceptos esenciales para la democracia. Sin embargo, dijo que la democracia era un sistema que nunca ha existido y nunca existirá.

La polémica Ann Coulter
El igualitarismo marxista ha jugado un papel importantísimo en el auge de la religión democrática, porque la democracia es indudablemente más poderosa, y por tanto más dañina, cuando existe sufragio universal. Antaño la democracia tenía límites; en la antigua Grecia, sólo podían votar los hombres libres, descendientes de la ciudad donde vivían (aproximadamente un 10% de la población total); en la Inglaterra del siglo XVIII sólo los terratenientes podían ser elegidos al Parlamento; y en EEUU las mujeres tuvieron que esperar hasta 1920 para tener el voto y los negros hasta 1965. La comentarista estadounidense, Ann Coulter, causó un tremendo revuelo hace unos años cuando se expresó en contra del sufragio femenino, aduciendo que es gracias al voto de las mujeres que el aparato estatal crece sin freno y necesita una cantidad cada vez más insostenible de impuestos para mantenerse. Es indudable que desde 1920 el presupuesto gubernamental en EEUU no ha parado de crecer. Ella argumenta que las mujeres suelen ser más proclives a votar a favor de políticas sociales proteccionistas, porque buscan ante todo seguridad, mientras que los hombres, que tienen una mentalidad más independiente, buscan ante todo justicia y libertad. Según Coulter, dado que las mujeres constituyen la mayoría del electorado en todos los países desarrollados, la consecuencia práctica del sufragio femenino es un estado paternalista de bienestar, que desincentiva la laboriosidad y la responsabilidad personal y causa un endeudamiento masivo.

Yo opino que el sufragio universal fue un paso atrás para la Humanidad. Sé que las (o los) feministas que lean esto estarán en plena apoplejía cerebral, pero me da igual. Evidentemente, no lo digo porque tenga algo en contra de las mujeres, sino porque odio la democracia. Si la democracia es sólo para una clase de personas, si es limitada por los privilegios de una monarquía o la Iglesia, hará menos daño. Desde mi punto de vista, cuanta más democracia, peor.

La democracia, en su esencia, es la tiranía de las masas. Como dijo Thomas Jefferson:
la democracia son dos lobos y una oveja decidiendo qué cenar
Como siempre habrá más pobres que ricos, la economía democrática consiste en el robo legal de bienes y su posterior reparto por parte de las autoridades, con el fin de satisfacer las apetencias de las masas. Este sistema tiene varios efectos perversos. Primero, al alimentar la envidia de las clases bajas, crea odios entre ricos y pobres. Segundo, al quitarles sus bienes a la fuerza, suscita resentimiento entre los ricos y sólo sirve para que se vuelvan más avaros. Luego, la realidad es que los más ricos, para protegerse contra el abuso del estado, usan su poder e influencia para pagar lo mínimo en impuestos (hecha la ley, hecha la trampa), con lo cual todo el sistema se vuelve deshonesto.

La postura católica respecto a los pobres es radicalmente distinta; los ricos están MORALMENTE obligados a donar parte de sus bienes a instituciones de su confianza, para aliviar el sufrimiento de los pobres. Es lo que conocemos como obras de caridad, la virtud cristiana por excelencia. Cuando un hombre da una limosna, nadie le QUITA nada, porque es un acto de pura libertad. Con la caridad no se fomenta ni la envidia entre los pobres, ni la avaricia entre los ricos. No hay motivos para la deshonestidad y no se crean rencores entre clases sociales. Los objetores a este sistema dirán que no es suficiente esperar que los ricos donen libremente su dinero, pero la naturaleza humana es tal que donde hay obligación desaparece la generosidad. Por ejemplo, es una verdad innegable que las mayores hazañas arquitectónicas de Europa se lograron durante la Cristiandad, cuando la sociedad cristiana donaba generosamente para la construcción de enormes y costosísimas catedrales, que ningún estado democrático podía haber pagado a base de impuestos. La gente, ricos y pobres, donaban su dinero porque CREÍAN en la causa. Era a la vez una forma de demostrar a Dios su amor por Él y de purgar sus pecados. Para entender la diferencia, sólo hay que imaginarse algo: si hoy en día el gobierno democrático pidiera donaciones a los ciudadanos para construir un nuevo Parlamento, ¿cuánto dinero recaudarían? No daría ni para una chabola.

Ya he enumerado algunos problemas teóricos y prácticos de la democracia, pero hay más. En un sistema partitocrático como el español, para llegar a tener alguna opción real de ser elegido presidente, prieviament tienes que haber subido tantos escalones de poder, para lo cual es necesario no sólo mucha habilidad sino también una ambición en proporción inversa a tu escrupulosidad moral. Esto en sí mismo constituye un poderoso argumento en contra de tu candidatura. Se puede decir sin temor a equivocarse que, en un sistema tan corrupto como el nuestro, los que lleguen arriba son los menos aptos para gobernar. Es por esta razón que, dentro de lo malo, el sistema estadounidense es preferible. El triunfo de Donald Trump, un multimillonario que ha autofinanciado su campaña, y por tanto no debe nada a ningún partido, es una buena muestra de ello.

Aparte de la ignorancia y maldad de los votantes a las que se refiere Sócrates, suponiendo que los votantes de un país eligieran al hombre más apto para el puesto de presidente (algo casi imposible), el hecho de tener que ser reelegido cada x años es un serio handicap para el buen funcionamiento de cualquier gobierno. A diferencia de una dictadura o una monarquía, un presidente democrático, aunque tenga buenas intenciones, tiene que pensar tanto en su reelección como en lo que conviene al país, y a menudo ambas cosas estarán reñidas. Dado que las elecciones nunca está a más de cinco años, la perspectiva de un político no puede ir más allá si quiere seguir en el poder. Todos nos quejamos del cortoplacismo de los políticos, pero pocos se dan cuenta de que es un fallo inherente de la democracia. Si se hace la comparación entre un presidente y un rey, es evidente que el primero, aunque sea un buen hombre (cosa harta difícil), si piensa en su reelección dentro de pocos años, sabe que no le conviene proponer soluciones a largo plazo. Y si el presidente es corrupto (cosa no tan difícil), querrá saquear las arcas del estado lo más rápidamente posible, antes de que acabe la legislatura. Un rey, aunque sea malo, piensa no solamente en su propio reinado, que puede ser de varias décadas, sino en el de su hijo que le sucederá, y por tanto está obligado a pensar en el largo plazo. Por muy tirano que sea, le importa tanto la situación de su país dentro de 50 años como la de ahora.

Caudillo de España, por la gracia de Dios
Pensemos en el Generalísimo Francisco Franco, jefe del Estado español durante casi 40 años. Al no tener que buscar la reelección periódica en las urnas, Franco era capaz de pensar exclusivamente en el bien común de los españoles y planificar a largo plazo. Su patriotismo está fuera de toda duda; lo demostró innumerables veces en el campo de batalla. Gobernó como un padre gobierna a sus hijos; protegió a España de las amenazas interiores y exteriores; prohibía lo que iba en detrimento de la moral pública; castigaba a los malhechores, a la vez que trabajaba por la reconciliación entre los dos bandos de la guerra; se preocupaba por los pobres, pero nunca a costa de la justicia; sentó las bases para una prosperidad económica, pero sin gastar nunca más de lo que recaudaba. Bajo Franco España, sin comprometer nunca su soberanía nacional, se recuperó lentamente del desastre de la guerra prácticamente sin ayuda externa; se vivía en paz, sin grandes tensiones sociales; y las familias estaban unidas. En los colegios los jóvenes recibían una buena educación académica y moral; se ensalzaba el valor del esfuerzo y la disciplina; y los alumnos respetaban a los maestros. Lo más importante es que era un país plenamente católico y orgulloso de serlo.

¿Cómo podemos comparar los logros de la dictadura de Franco con los últimos 40 años de democracia? Durante la democracia España ha sido invadida por millones de extranjeros, la mayoría de ellos de religión islámica; se ha potenciado todo tipo de vicio y degeneración moral; los tribunales dejaron de castigar a los delincuentes por no vulnerar sus derechos humanos; el gobierno ha fomentado el revanchismo y el odio fratricida; se ha esquilmado con impuestos desorbitados a la clase media para subvencionar a millones de parados profesionales; se ha arruinado económicamente el país, contrayendo deudas con todos; se ha cedido casi por completo la soberanía a la Unión Europea; las crisis secesionistas ponen en peligro la integridad territorial de la nación; y las familias están destrozadas, tras millones de divorcios y la normalización del concubinato. El sistema educativo produce analfabetos indisciplinados; algunos institutos parecen zoológicos; y la falta de respeto a los maestros está a la orden del día. Lo más grave es que España es un país de apóstatas, donde el odium fidei y la blasfemia campan a sus anchas. POR SUS FRUTOS LOS CONOCERÉIS. Los frutos de la democracia en España son amargos, y la historia se repite en otros países.

En democracia, al necesitar la aprobación de la mayoría de los ciudadanos cada ciclo electoral, es imperativo que los que gobiernan manejen la opinión pública. La libertad de prensa es uno de los dogmas democráticos, y muchos piensan que esto garantiza la transparencia y favorece una sociedad libre. En realidad, lo que ocurre siempre es que los grandes medios de comunicación, se posicionan en un bandos opuestos, cada uno apoyando al partido de su elección. Los adeptos al Partido A leen el periódico X y los adeptos del Partido B leen el periódico Y, y cada uno se cree acríticamente lo que lee en su periódico. Esto, naturalmente, sólo contribuye a la cretinización del pueblo. Para caer en el forofismo, como si tu partido político fuera un club de fútbol, más vale no saber nada de política.

Para colmo, tanta supuesta rivalidad entre un partido y otro es puro teatro. En una democracia liberal, si rascas un poco, debajo de las disputas superficiales verás que el Partido A y el Partido B son en realidad la misma cosa. Es un enorme timo, que tiene al pueblo entretenido con las riñas de los políticos de turno, como los tontos que juegan a encontrar la bolita del trilero. Los grandes medios de comunicación, con su monopolio sobre la información política, mantienen cautivos a los ciudadanos, que creen que están eligiendo algo, cuando realmente están programados con campañas de propaganda muy sofisticados y extremadamente eficaces.

Imaginemos que mañana la televisión pública emitiera un programa sobre el canibalismo, argumentando que hay gente que siente atracción por ese "estilo de vida" y que habría que ser tolerante hacía ellos. Sin duda la reacción inicial sería muy negativa, pero si después de un tiempo prudencial se volviera a hacer, la segunda vez el rechazo sería menos violento. Si entretanto se orquestara una campaña mediática para legalizar el canibalismo, con "expertos" de todo tipo dando opiniones favorables, famosos que se declararían en contra de la discriminación hacía los caníbales, y un bombardeo constante de eslóganes como "derechos para todos", igualdad para caníbales", no dudo de que la opinión de la mayoría poco a poco cambiaría.

Todo este sistema de lavado de cerebro democrático funcionaba perfectamente, hasta la irrupción en escena de internet. De pronto cualquiera, incluso un servidor, podía montar sin costo alguno un blog y escribir lo que le venía en gana. Al no necesitar ingentes cantidades de dinero, ni apoyos políticos, los nuevos medios en internet se escapan del control del Sistema democrático, poniendo en juego la misma supervivencia del régimen. Por esta razón vaticino que próximamente veremos una censura feroz de las redes sociales y todo internet. El problema que tiene el Sistema es que ir en contra de uno de sus propios dogmas, como es la libertad de expresión, le deja en mal lugar. Por eso están tardando tanto en cerrar los canales disidentes. Pero ya han encontrado la vía para hacerlo; lo harán usando otro de sus dogmas: la tolerancia. El que publique contenidos «ofensivos» será censurado, con lo cual se acabará con todos los herejes que osan poner en duda la religión democrática.

En la primera constitución española de 1812, conocida como "La Pepa", a pesar de tener una inspiración liberal, dice en su artículo duodécimo:
La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra. 
Esto no es democrático, y es justo lo que necesita un país: algo que garantiza que las leyes se conformen mínimamente a la ley natural y divina. Poncio Pilato ya sometió el cristianismo a votación y todos sabemos como acabó aquello. Sin límites muy claros al poder político, el pueblo, si es manipulado por una élite corrupta, y si se deja llevar por sus pasiones y sus egoísmos, siempre elegirá a Barrabás.

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