miércoles, 22 de octubre de 2014

Creación vs Evolución III

Publicado el 23 de marzo de 2014


El Magisterio perenne de la Iglesia se opone claramente a la teoría de la evolución, especialmente la enseñanza de los concilios ecuménicos y las encíclicas papales. De éste se derivan cuatro enseñanzas fundamentales que proscriben la evolución para un católico:
  1. la obligación de optar por la interpretación literal de las Escrituras, si no hay razón que lo impide.
  2. la ausencia de cualquier tipo de error en las Sagradas Escrituras.
  3. la creación ex nihilo (de la nada) de los cuerpos celestes, de la Tierra y todos los seres vivos que habitan en ella.
  4. la transmisión por generación del Pecado Original de nuestros primeros padres, Adán y Eva, de los que descendemos todos los seres humanos.

León XIII, en su encíclica Providentissimus deus de 1893, resume el Magisterio anterior sobre la exégesis bíblica. Da una advertencia clara en contra de la “desmitificación” de la Biblia, que llevaban muchos años haciendo los teólogos protestantes liberales, y que al contagiar a algunos teólogos católicos engendró el movimiento modernista:
Siga religiosamente el sabio precepto dado por San Agustín: «No apartarse en nada del sentido literal y obvio, como no tenga alguna razón que le impida ajustarse a él o que haga necesario abandonarlo»; regla que debe observarse con tanta más firmeza cuanto existe un mayor peligro de engañarse en medio de tanto deseo de novedades y de tal libertad de opiniones.
Los católicos que creen en la evolución evidentemente piensan que sí hay una razón que les impide interpretar Génesis de manera literal. Dejando de lado por un momento otros argumentos en contra de su posición, tendrían que preguntarse si esta razón consiste en querer conformar la fe con el pensamiento mundano. Fiarse antes de la opinión de científicos ateos que del Magisterio tradicional, o buscar la aprobación a cualquier precio de personas e instituciones que son ostensiblemente hostiles a la fe católica, a mi juicio son señales de que algo falla; que cada uno examine su conciencia. En la misma encíclica, el Papa León XIII se refiere al peligro que esconde el estudio de las ciencias naturales si se emancipan de la “Reina de las ciencias”, la teología:
Así como las ciencias naturales, con tal de que sean convenientemente enseñadas, son aptas para manifestar la gloria del Artífice supremo, impresa en las criaturas, de igual modo son capaces de arrancar del alma los principios de una sana filosofía y de corromper las costumbres cuando se infiltran con dañadas intenciones en las jóvenes inteligencias.
La rebelión protestante de Lutero nos enseña que cuando se abre la puerta a la libre interpretación de las Escrituras, la fe se desmorona. Con la libre interpretación es sólo cuestión de tiempo para que hayan tantas versiones del cristianismo como fieles sobre la Tierra, ya que cada cristiano se convierte en su propio Papa con su propio Magisterio. Si vamos a descartar el sentido obvio de las Escrituras para ver alegorías y cuentos mitológicos en cada página, al final cada uno interpretará la Biblia como le da la gana. La respuesta que dio San Roberto Belarmino a Galileo, en su controversia sobre el geocentrismo, trae algo de cordura al espinoso asunto de la exégesis. [1] Creo que las palabras de este Doctor de la Iglesia pueden servir de modelo para los católicos respecto a la evolución.
Yo digo que si hubiera una verdadera demostración de que el sol está en el centro del universo… entonces podría ser necesario proceder con gran cuidado a explicar los pasajes de la Escritura que parecen contrarios… Pero yo no creo que haya una tal demostración; ninguna me ha sido mostrada… y en caso de duda, uno no puede apartarse de las Escrituras como son explicadas por los santos Padres.

San Roberto Belarmino
En el fondo el problema de los evolucionistas católicos es que atribuyen mayor autoridad al consenso de la comunidad científica (un concepto bastante vaporoso) que al consenso de los Padres y Doctores de la Iglesia; se fían más de lo que leen en revistas científicas que de lo que leen en la Biblia; confían más en “expertos” mundanos que en Dios Todopoderoso. Como dice el santo jesuita, yo no creo que haya una demostración de la teoría de la evolución, porque ninguna me ha sido mostrada. El sentido común y lo que observo con mis propios ojos me dice que los animales no evolucionan; no veo que los peces salgan del agua y empiecen a andar, ni veo que los monos se conviertan en seres humanos. Las “pruebas” que presentan los evolucionistas me parecen extremadamente tenues, cuando no claramente falsas. No quiero adelantarme ahora y meterme en cuestiones científicas, porque es lo que trataré en la próxima entrega. Por ahora sólo diré que “en caso de duda uno no puede apartarse de las Escrituras como son explicadas por los santos Padres.” Muchos evolucionistas que se dicen católicos, además de “alegorizar” el libro del Génesis para que quepa la evolución, también suelen usar el siguiente argumento: la Biblia sólo es infalible en cuanto se refiere a la fe; todo lo demás, – datos históricos, geográficos y científicos – son susceptibles de error. Así pretenden mantener “lo esencial”, que sería el mensaje espiritual, mientras desechan todo lo demás. Esto es una herejía que ha sido condenada por la Iglesia en repetidas ocasiones. El Concilio Vaticano I declara que la Escritura es “absolutamente libre de error”, y León XIII, otra vez en Providentissimus deus, escribe lo siguiente:
Lo que de ninguna manera puede hacerse es limitar la inspiración a solas algunas partes de las Escrituras o conceder que el autor sagrado haya cometido error. Ni se debe tolerar el proceder de los que tratan de evadir estas dificultades concediendo que la divina inspiración se limita a las cosas de fe y costumbres y nada más, porque piensan equivocadamente que, cuando se trata de la verdad de las sentencias, no es preciso buscar principalmente lo que ha dicho Dios, sino examinar más bien el fin para el cual lo ha dicho. En efecto, los libros que la Iglesia ha recibido como sagrados y canónicos, todos e íntegramente, en todas sus partes, han sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo; y está tan lejos de la divina inspiración el admitir error, que ella por sí misma no solamente lo excluye en absoluto, sino que lo excluye y rechaza con la misma necesidad con que es necesario que Dios, Verdad suma, no sea autor de ningún error.
La actitud escéptica frente a la Biblia propia del modernismo se extendió rápidamente entre el mundo cristiano a principios del siglo XX. Poco a poco errosionó la confianza en la Palabra de Dios, y el resultado final es la apostasía general que vivimos hoy en día. Este escepticismo, que ahora forma parte de la cultura popular, lo caracteriza bien la conocida canción de George Gershwin, Ain´t Necesssarily So, de 1935, cuyo estribillo dice:
It ain’t necessarily so. The things that you’re liable to read in the Bible, it ain’t necessarily so. (Traducción: No es necesariamente así; las cosas que leerás en la Biblia; no es necesariamente así)
La cancioncilla pasa revista a casi todo el Antiguo Testamento, y el último versículo se mete con Matusalén. No sé lo que pensarán de este personaje bíblico los católicos modernistas; quizás para ellos sus 969 años de vida son una alegoría que hasta ahora nadie ha captado; a lo mejor dirán que el dato es fruto de la ignorancia científica de Moisés; o posiblemente es una exageración literaria. Sin embargo, si nos atenemos a la declaración infalible del Concilio Vaticano I sobre la inerrancia de las Escrituras, no hay escapatoria: si dice Génesis que Matusalén vivió 969 años, todos los católicos tenemos que creerlo. Lo que vivió este hombre evidentemente no es muy importante en sí mismo; lo importante es fiarse de la Palabra de Dios, porque si decimos que hay un solo error en las Escrituras llamamos mentiroso al Espíritu Santo y dejamos de ser católicos. La Creación ex nihilo de todo el universo, incluido los seres vivos en la Tierra, es un dogma de fe. El IV Concilio de Letrán de 1215 declaró solemnemente:
Deus…creator omnium visibilium et invisibilium, spiritualium et corporalium: qui sua omnipotenti virtute simul ab initio temporis utramque de nihilo condidit creaturam, spiritualem et corporalem, angelicam videlicet et mundanam: ac deinde humanam, quasi communem ex spiritu et corpore constitutam. Dios… creador de todas las cosas visibles e invisibles, de lo espiritual y lo corporal; quien por Su poder omnipotente de una vez creó en el principio cada creatura de la nada; las espirituales y las corporales, las angélicas y las mundanas, y finalmente el hombre, constituido de espíritu y cuerpo.
San Francisco de Asís con Inocencio III, quien convocó el IV Concilio de Letrán.
Esta declaración deja poco lugar para el evolucionismo (por no decir ninguno), porque dice explícitamente que Dios creó en el principio cada criatura de la nada; en otras palabras, las criaturas no surgieron por causas naturales a lo largo de mucho tiempo, como postula el evolucionismo. El IV Letrán tampoco permite la teoría del Big Bang, que es esencialmente el evolucionismo a nivel químico y estelar, según la cual las estrellas y demás cuerpos celestes se formaron durante miles de millones de años a partir de materia pre-existente. Una obra que no se puede pasar por alto en este tema es la del Cardenal Ruffini [2], La Teoría de la Evolución Juzgada a la Luz de la Razón y la Fe, publicada en su versión inglesa en 1959. Lamentablemente no existe traducción de este clásico en castellano. Que yo sepa, este libro es el único estudio serio y en profundidad sobre el evolucionismo que ha hecho hasta hoy un miembro de la jerarquía eclesial, en este caso todo un Príncipe de la Iglesia. Analiza la evidencia científica disponible en su día, además de examinar el evolucionismo frente al Magisterio. Sus conclusiones no pueden ser más claras:
A estas autoridades – las Sagradas Escrituras, los Santos Padres – debemos añadir el sentido católico (sensus fidelium, el eco fiel del Magisterio de la Iglesia), tan universal sobre esta cuestión y tan seguro, que cualquiera de los fieles se sorprendería y se escandalizaría si oyera la enseñanza que Adán nació de una bestia, que la sangre que corría por sus venas era sangre animal, que la raza humana, en cuanto a su cuerpo, se relaciona con los brutos animales.
Por último, el Magisterio prohibe el evolucionismo, porque insiste que todos los seres humanos descendemos de Adán y Eva. Esta doctrina tiene el nombre de monogenismo. Su contrario, el poligenismo, es lo que requieren los evolucionistas, quienes afirman que un grupo de “homínidos” se aisló genéticamente y a lo largo de varias generaciones se convirtió en la primera población de homo sapiens. El poligenismo es incompatible con la doctrina del Pecado Original, que toda la especie humana ha heredado de Adán, porque San Pablo dice explícitamente:
Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte. (Romanos 5:12)
El documento magisterial clave en esta materia es Humani Generis que promulgó Pío XII en 1950. Esta encíclica se escribió expresamente para refutar y condenar errores modernistas, entre ellos el poligenismo que predicaban católicos heterodoxos, como Teillard de Chardin. Pío XII declara:
Mas, cuando ya se trata de la otra hipótesis, es a saber, la del poligenismo, los hijos de la Iglesia no gozan de la misma libertad, porque los fieles cristianos no pueden abrazar la teoría de que después de Adán hubo en la tierra verdaderos hombres no procedentes del mismo protoparente por natural generación, o bien de que Adán significa el conjunto de muchos primeros padres, pues no se ve claro cómo tal sentencia pueda compaginarse con cuanto las fuentes de la verdad revelada y los documentos del Magisterio de la Iglesia enseñan sobre el pecado original, que procede de un pecado en verdad cometido por un solo Adán individual y moralmente, y que, transmitido a todos los hombres por la generación, es inherente a cada uno de ellos como suyo propio.
A pesar de este veto tan claro al poligenismo, y aunque las obras de Teillard de Chardin fueran incluidas en el Índice y que se le prohibiera enseñar teología, sus errores se esparcieron como un cáncer entre el clero católico durante los años ´40 y ´50. Los escritos de este campeón de la evolución merecieron este juicio del Cardenal Ottaviani, prefecto del Santo Oficio, en 1958:
Representan ambigüedades e incluso errores tan graves que ofenden a la doctrina católica, por lo que se alerta al clero para defender los espíritus, en particular los de los jóvenes, de los peligros de las obras de P. Teilhard de Chardin y sus discípulos.
Teillard de Chardin, jesuita heterodoxo, máximo exponente del evolucionismo en la Iglesia.
Tras el Concilio Vaticano II, la Compañía de Jesús, lejos de renegar de él, lo reclamó como un mártir de la “represión preconciliar”, y su obra ha conocido una rehabilitación extra-oficial. ¡Lástima de Compañía que desprecia la sabiduría de su glorioso hijo San Roberto y ensalza las herejías incoherentes del falso profeta, de Chardin! Como advierte Pío XII, el poligenismo destruye la doctrina del Pecado Original. Sin Pecado Original no hay necesidad de Redención, por lo que la Encarnación y Muerte de Nuestro Señor se vuelven innecesarias, por no hablar del bautismo y los demás sacramentos. Toda la fe cristiana se cae por su propio peso si se admite el error evolucionista del poligenismo. Esto es lo que escribió proféticamente el Cardenal Ruffini respecto al desmoronamiento de la fe en caso de asumir falsas premisas evolucionistas:
Si en la cuestión de la creación del hombre se abandona el sentido obvio de la Biblia, una interpretación que ha sido recibida y confirmada por la constante Tradición Católica, ¿qué defensa se podrá hacer de la historia del Paraíso terrenal, de la Caída de Adán y sus consecuencias? Si se admite que el cuerpo de un animal por el paso de los siglos se hizo digno de recibir un alma humana, ¿cómo se mantendrá la unidad de la raza humana frente al poligenismo? Y si esta unidad se viene abajo, ¿cuál será la suerte de la doctrina de la Justicia Original y del Pecado Original, que constituyen el fundamento de nuestra sagrada religión?
Si San Pablo dice que por el hombre entró la muerte en el mundo debemos creer que la muerte no figuraba entre los planes originales de Dios. Él es la Bondad Infinita y no puede desear nada malo, pero por el pecado libremente elegido de nuestros primeros padres, tuvo que “rehacer” Sus planes; pasó al plan B y nos envió un Salvador por quien podríamos tener Vida Eterna. Según la visión cristiana realista, el pasado del hombre es la triste historia de la Caída, seguida de una degeneración física y espiritual continua, tan solo mitigada por la intervención divina en el mundo. Vamos claramente cuesta abajo, sin esperanza alguna de redención si no fuera por la misericordia de Dios. Los evolucionistas dicen exactamente lo contrario: según su teoría, por la muerte entró el hombre en el mundo. Esto es lo que afirma el profeta fundador de su religión, el propio Charles Darwin:
De la guerra de la naturaleza, de la hambruna y la muerte, surge directamente el hombre.
Según su visión materialista y utópica, el hombre moderno se erige sobre los cadáveres de las incontables generaciones de homínidos que le han precedido, en una línea ascendente y triunfal. El hombre se basta a sí mismo; tan sólo tiene que atreverse a seguir su destino evolutivo para convertirse en un superhombre. En la primera parte del artículo he explicado los lazos ideológicos entre el evolucionismo y la cultura de la muerte. Ahora quizás se aprecia que esta relación es muy lógica, porque el evolucionismo es básicamente un culto idolátrico a la muerte. Esta religión macabra enseña que sólo la muerte trae el verdadero progreso, que la muerte es el camino que nos llevará al Paraíso (el “punto Omega” diría de Chardin), sin necesidad de la Redención, de la gracia divina, de las virtudes sobrenaturales, e incluso sin necesidad de Dios. El evolucionismo destrona a Nuestro Señor, y en su lugar pone el azar, el sin-sentido, el vacío, la nada. Por ello es, en este sentido, auténticamente diabólico.


NOTAS

[1] Para un magnífico análisis del geocentrismo, desde la perspectiva científica y teológica, ver Sin Embargo No Se Mueve, de Juan Carlos Gorostizaga y Milenko Bernadic, Editorial Lulu.com 2013.

[2] El Cardenal Ernesto Ruffini (1888-1967) fue un aliado importante del Arzobispo Marcel Lefebvre durante el Concilio Vaticano II. Fue miembro del Coetus Internationalis Patrum, el grupo de obispos conservadores que se opusieron a las novedades teológicas de los obispos progresistas, mayoritariamente del norte de Europa.

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