viernes, 17 de octubre de 2014

A favor de la pena de muerte (I)

Publicado el 4 de noviembre de 2013


La Tradición de la Iglesia es clarísima; el estado tiene el derecho, si lo estima oportuno, de dar muerte a los criminales, que tras un juicio justo, son declarados culpables de ciertos crímenes gravísimos que ponen en peligro la convivencia pacífica del pueblo. La doctrina y la Historia no dejan resquicio para la duda; la Iglesia Católica, a lo largo de casi 2000 años, ha respaldado, en la teoría y en la práctica, la pena capital. Sin embargo, hoy en día muchos prelados hablan de la pena capital como si fuera una violación de los derechos humanos, y tristemente la gran mayoría de católicos se ha unido al movimiento abolicionista que abandera la progresía. Los “teólogos” del buenismo liberal nos dicen que la pena de muerte es cruel e innecesaria, y que ningún católico puede estar de acuerdo con ese barbarismo, propio de tiempos más primitivos. Es decir, como buenos modernistas nos quieren hacer creer que lo que antes estaba bien ahora está mal.

En la primera parte de este artículo quiero examinar en qué nos basamos los católicos para afirmar que es lícito que el estado de una nación ejecute a los criminales más sangrientos. En la segunda parte propongo refutar los argumentos de los abolicionistas, y en la tercera buscaré respuestas a por qué en este tema la Iglesia Católica ahora se posiciona al lado de los enemigos de Jesucristo, y qué ha ocurrido para provocar este giro de 180 grados.

La Iglesia Católica siempre ha defendido sin titubeos la pena capital para los crímenes más graves, apoyándose en las Sagradas Escrituras, la doctrina de los Padres de la Iglesia, la obra de los grandes teólogos y su propio Magisterio. Primero, veamos brevemente lo que dicen las Escrituras respecto a la pena de muerte.


En el Antiguo Testamento la Ley Mosaica nombra hasta 36 delitos penados con la muerte, incluyendo la blasfemia, el incesto, la sodomía, la falta de respeto hacía los padres, y trabajar el sábado. Evidentemente desde la muerte redentora de Cristo muchos de estos pecados ya no deben conllevar la pena máxima, porque la Ley Evangélica es un yugo más ligero, y tenemos el ejemplo de Jesucristo mismo que perdona a la adúltera. Sin embargo, no se puede decir en absoluto, como argumentan muchos católicos liberales, que con la Nueva Alianza la pena capital queda obsoleta. Se reserva para crímenes especialmente aborrecibles, en particular el asesinato.

Leemos que, mucho antes de la Ley de Moisés, cuando Noé sale del Arca, Dios hace una alianza con toda la Humanidad, diciendo: “Nunca más maldeciré la tierra por causa del hombre, pues veo que sus pensamientos están inclinados al mal ya desde la infancia. Nunca más volveré a castigar a todo ser viviente como acabo de hacerlo.” (Genesis 8:21) En el siguiente capítulo aparece la contrapartida de esta promesa; que se dé muerte a los que vierten la sangre de los inocentes. “Quien derrame sangre del hombre, su sangre será también derramada por el hombre, porque Dios creó al hombre a imagen suya.” (Genesis 9:6) Por lo tanto, ya en el Antiguo Testamento la pena capital se aplica sobre todo para el asesinato.

En el Nuevo Testamento no hay mucho sobre la pena capital, quizá porque en su tiempo no era ni siquiera una cuestión polémica y sus autores daban por hecho su licitud. Lo más explícito es lo que escribe San Pablo en su Carta a los Romanos: “Porque la autoridad es un instrumento de Dios para tu bien. Pero teme si haces el mal, pues no en vano lleva espada: es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra mal.” (Romanos 13:4) [1] Aparte de esta cita de San Pablo, de los textos del Nuevo Testamento podemos inferir que el Señor de ninguna manera se opone a la pena capital, sino que la aprueba. No podía ser de otra manera, ya que Él es el mismo autor de las leyes de la Antigua Alianza; por eso dijo que “no [había] venido para abolir la Ley.” En el Sermón del Monte el Señor cita con aprobación el Cuarto Mandamiento, con la dura sentencia: “El que maldice a su padre o a su madre, será condenado a muerte“. (Éxodo 21:17) En ningún momento el Señor disputa la autoridad de Pilato para condenarlo a muerte, dado que “viene de lo alto“, y cuando el Buen Ladrón reconoce que su sentencia de muerte es el justo castigo por sus pecados, el Señor le contesta: “hoy estarás conmigo en el Paraíso.” (Lucas 21:41) Como conclusión, no hay absolutamente ningún pasaje en las Sagradas Escrituras que reprueba la pena de muerte, y sí hay muchos que la justifican.


La opinión de los Padres de la Iglesia es unánimamente a favor de la pena capital. San Agustín respondió en La Ciudad de Dios a los que en su día argumentaban que el Quinto Mandamiento “no matarás” invalidaba la pena de muerte, ya que este mandamiento tiene excepciones, como una guerra justa y la ejecución de criminales. San Agustín explicó:
El agente que ejecuta la sentencia no comete homicidio; es tan solo un instrumento, como una espada en la mano, y por tanto de ninguna manera es contrario al Mandamiento “no matarás” luchar en una guerra justa o que los representantes de la autoridad pública den muerte a criminales.
San Ambrosio pidió que los clérigos no actuasen como verdugos, pero se mostró claramente a favor de la pena de muerte. San Basilio expresó horror ante el derramamiento de sangre que causaban las guerras imperiales de su época, hasta el extremo de pronunciar una pena de excomunión de tres años para los cristianos que hubieran luchado en el ejército.  San Martín de Tours, que en el momento de su conversión era soldado imperial, era tan consciente de la contradicción entre el cristianismo y las guerras de su época que solicitó su licencia del ejército para poder bautizarse. Hay que puntualizar que en la era patrística aún no estaba consolidada la doctrina sobre la guerra justa; en relativamente poco tiempo el cristianismo pasó de ser perseguida por el Imperio a ser la religión oficial del mismo, y es comprensible la poca estima que tenían muchos cristianos por el Imperio como entidad política, el mismo Imperio que había ejecutado a Nuestro Señor y a tantos miles de mártires, por el mero hecho de ser  cristianos. En todo caso, nos debería hacer reflexionar que que ninguno de los Padres de la Iglesia, con el martirio de incontables cristianos bajo los emperadores paganos de Roma aún fresco en su memoria, predicó en contra de la pena capital. [2]

Durante la Edad Media, con el auge de la Cristiandad, la pena capital nunca fue cuestionada por los teólogos y doctores de la Iglesia. El Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino, estaba claramente a favor de la pena de muerte, como demuestra este pasaje de su Summa Theologica:
Todo poder correctivo y sancionario proviene de Dios, quien lo delega a la sociedad de hombres; por lo cual el poder público está facultado como representante divino, para imponer toda clase de sanciones jurídicas debidamente instituidas con el objeto de defender la salud de la sociedad. De la misma manera que es conveniente y lícito amputar un miembro putrefacto para salvar la salud del resto del cuerpo, de la misma manera lo es también eliminar al criminal pervertido mediante la pena de muerte para salvar al resto de la sociedad.
También en la Era Moderna era firme partidario de la pena de muerte el gran “Doctor de la Moral”, San Alfonso María de Ligorio. En su opus magnum, la célebre Theologia Moralis, que hasta hace poco era obligatorio en la formación de los seminaristas de todo el mundo, tratando el Quinto Mandamiento, dijo lo siguiente:
DUDA II: si, y en qué manera, es lícito matar a un malhechor.
Más allá de la legítima defensa, nadie excepto la autoridad pública puede hacerlo lícitamente, y en este caso sólo si se ha respetado el orden de la ley…
A la autoridad pública se ha dado la potestad de matar a los malhechores, no injustamente, dado que es necesario para la defensa del bien común… Pecan los que matan, no por celo de justicia, sino por odio o por venganza personal.

En su libro Instrucciones para el pueblo, una versión simplificada de su Theologia Moralis, San Alfonso fue más allá, y afirmó no sólo la licitud de ejecutar a los criminales, sino la grave obligación de hacerlo:
Es lícito que un hombre sea ejecutado por las autoridades públicas. Hasta es un deber de los príncipes y jueces condenar a la muerte a los que lo merecen, y es el deber de los oficiales de justicia ejecutar la sentencia; es Dios mismo que quiere que sean castigados.
Si hiciera falta alguna prueba más de la licitud de la pena de muerte, en más de una ocasión el Papa se ha pronunciado sobre la cuestión, como por ejemplo Inocencio III (1198-1216), que ante los herejes valdenses declaró:
El poder secular puede sin caer en pecado mortal aplicar la pena de muerte, con tal que proceda en la imposición de la pena sin odio y con juicio, no negligentemente pero con la solicitud debida.
San Pío V no vaciló en proponer la pena de muerte como solución al escándalo de homosexualidad y efebofilia entre el clero que en el siglo XVI sacudía la Iglesia. [3] En Horrendum illud scelus de 1568 el Papa santo fue así de contundente:
Por lo tanto, el deseo de seguir con mayor rigor que hemos ejercido desde el comienzo de nuestro pontificado, se establece que cualquier sacerdote o miembro del clero, tanto secular como regular, que cometa un crimen tan execrable, por la fuerza de la presente ley sea privado de todo privilegio clerical, de todo puesto, dignidad y beneficio eclesiástico, y habiendo sido degradado por un juez eclesiástico, que sea entregado inmediatamente a la autoridad secular para que sea muerto, según lo dispuesto por la ley como el castigo adecuado para los laicos que están hundidos en ese abismo.

A los católicos liberales del siglo XX que protestaban contra la pena de muerte en los países católicos, argumentando que suponía una violación del derecho a la vida, Pío XII dijo estas palabras aclaratorias:
Incluso en el caso de la pena de muerte el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida. Más bien la autoridad pública se limita a privar al delincuente de la vida en expiación por su culpabilidad, después de que él mismo, con su crimen, se ha privado del derecho a la vida.

Para terminar este resumen de la doctrina tradicional acerca de la pena de muerte, sólo faltaría echar un vistazo a los catecismos autorizados por Roma (anteriores al Concilio Vaticano II, por supuesto). Por no cansar al lector, sólo consideraré dos. Primero, el Catecismo del Concilio de Trento, que dice lo siguiente:
Otra forma de matar lícitamente pertenece a las autoridades civiles, a las que se confía el poder de la vida y de la muerte, mediante la aplicación legal y ordenada del castigo de los culpables y la protección de los inocentes. El uso justo de este poder, lejos de ser un crimen de asesinato, es un acto de obediencia suprema al Mandamiento que prohíbe el asesinato.
El segundo es el Catecismo de San Pío X de 1908. A la pregunta: “¿Hay casos en los que sea lícito matar?” responde:
Es lícito matar cuando se lucha en una guerra justa; cuando se ejecuta una sentencia de muerte por orden de la autoridad suprema; y finalmente, en casos de necesaria y legítima defensa de la propia vida contra un agresor injusto.
La práctica sigue la teoría en relación a la pena capital. Esto es evidentísimo si consideramos la Historia de la Cristiandad y los estados católicos en la Era Moderna. Todos los reinos católicos, sin excepción, han dado muerte a los asesinos convictos, con el beneplácito del Episcopado y de Roma. Reyes que ahora son santos canonizados, como San Luis de Francia o San Fernando de Castilla, sancionaron en buena conciencia la pena de muerte. Tanto es así que hasta el propio Estado del Vaticano, en su Pacto de Letrán de 1929 entre Pío XI y Mussolini, estipulaba la pena de muerte para cualquiera que atentara contra la vida del Papa. Dicho castigo se mantuvo hasta que en 1969 Pablo VI, de infeliz memoria, tuvo a bien abolirlo para “adaptar” las leyes de la Iglesia al mundo moderno. Afortunadamente, durante ese periodo no se produjo ningún atentado contra el Papa, pero si el turco Ali Agca hubiera disparado contra Juan Pablo II tan sólo 13 años antes, el Vaticano, en aplicación de su propio código penal, lo hubiera ejecutado.

Espero haber demostrado que tanto las Sagradas Escrituras, como la Tradición y la Historia de la Iglesia se decantan de manera abrumadora a favor de la licitud de la pena de muerte.

NOTAS

[1] Muchas traducciones modernas cambian el sentido de esta advertencia de San Pablo, que tradicionalmente se ha entendido como un respaldo a la pena de muerte, quitando la palabra “espada”. En la versión “Pueblo de Dios”, por ejemplo pone: “porque ella no ejerce en vano su poder“. Es un buen ejemplo de cómo los prejuicios liberales de algunos biblistas les llevan a adulterar la Palabra de Dios. En la Vulgata de San Jerónimo pone claramente: “non enim sine causa gladium portat.”
[2] Evidentemente, las ejecuciones de los mártires cristianos fueron ilícitas, porque no eran culpables de ningún delito real. Cuando la ley civil es contraria a la Ley Divina, como enseñan los doctores de la Iglesia, no es verdaderamente ley.
[3] ¡Qué pena que hoy en día, en lugar de ejecutar a los curas desviados, se les promocione!

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