viernes, 20 de enero de 2017

La fortaleza abandonada

Poco antes de su ejecución por Enrique VIII, el rey de Inglaterra de infausta memoria, el obispo san Juan Fisher pronunció estas dramáticas palabras:
La fortaleza ha sido abandonada por quienes la tenían que defender.
San Juan Fisher
No se refería a una invasión de su país por una nación extranjera o una horda de bárbaros; ni siquiera se lamentaba del cisma provocado por la lujuria de su rey. Su pesar fue sobre todo por la TRAICIÓN de sus hermanos obispos, que uno tras uno bendijeron el falso matrimonio entre Enrique VIII y Ana Bolena. No sólo pisotearon el sacramento matrimonial, al permitir el divorcio del matrimonio válido y consumado con Catalina de Aragón, tía carnal del emperador Carlos I de España, sino que traicionaron a la misma Iglesia que fundó Jesucristo al separarse de Roma, bajo una nueva "Iglesia de Inglaterra", cuya cabeza era el rey. A muchos hoy en día les asombra que todo el colegio episcopado pudiera apostatar de esta manera, con la única excepción del mártir Fisher. Parece inverosímil que los obispos vendieran su alma por mantener su puesto (y su cabeza), sabiendo perfectamente lo que estaba en juego. Sin embargo, no debería sorprendernos lo ocurrido en Inglaterra en el siglo XVI, porque está ocurriendo otra vez hoy, delante de nuestras mismas narices.

El domingo pasado tuve que asistir a la Misa del primer aniversario del fallecimiento de un familiar, con el infortunio de que fue en el templo de los jesuitas. Dado que los conozco y que procuro cuidar mi alma, no suelo pisar una iglesia jesuita, pero me propuse aislarme mentalmente con mi Rosario, como cada vez que tengo que asistir a una Misa moderna. Iba bien hasta la mitad de la homilía. Era una homilía típicamente modernista: lo importante era la experiencia de seguir a Jesús. La religión católica se reducía a una emoción, a un subjetivismo absoluto, como si la revelación divina no tuviera contenido claro e inmutable. Todo era un camino, una vivencia. Había oído mil veces la misma estupidez y seguí rezando sin alterarme. Luego el sacerdote dijo algo que me dejó helado, algo que no me esperaba, ni siquiera de un jesuita modernista, neo-marxista. Entre una herejía y otra, se puso a hablar de los llamados "refugiados", que no son tal cosa, pero eso lo dejamos para otro artículo. El hombre tuvo la osadía de decir, DESDE EL PÚLPITO, que el que quería cerrar las fronteras a los "refugiados" era porque no creía en Dios. En ese momento me levanté y salí de la iglesia.

Decía que conocía a los jesuitas. En clase de catequesis de confirmación yo he escuchado a un jesuita (no el de la Misa del domingo pasado, pero da igual, porque están cortados por el mismo patrón) negar el dogma de la Inmaculada Concepción. Yo era bastante más joven y bastante más ignorante que ahora, pero aún así, sabía que lo que decía estaba mal. Cuando intentaba rebatir sus argumentos, se enfurecía. Una vez, por afirmar que era posible estar a favor de la pena de muerte y ser pro-vida, llegó a insultarme a gritos y me echó de su clase. Ahora me parece increíble que un jesuita, con unos 12 años de formación teológica, pudiera perder los estribos por las objeciones de un joven catecúmeno, que sólo defendía lo que pone en cualquier catecismo. Al final, para poder confirmarme, tuve que aprender a morderme la lengua y fingir. La experiencia con los jesuitas me enseñó que la Iglesia Católica estaba seriamente enferma. Los que antaño fueron los más feroces y leales guardianes de la fe, se habían convertido en una quinta columna. En vez de luchar por la gloria de Dios, como predicaba su fundador, san Ignacio de Loyola, luchaban, con un odio realmente diabólico, por destruir lo que quedaba del orden social cristiano.

En ese momento no entendía las razones de esta traición de la Compañía de Jesús. Me dolía enormemente comprobar como una orden que había dado tan buenos frutos para Dios se había podrido por completo. Me viene a la cabeza la máxima: "corruptio optima pessima" (la corrupción de lo mejor es lo peor). Por entonces, con el Papa Juan Pablo II, los jesuitas ultra modernistas, que desde al menos la mitad del siglo XX, han sido la punta lanza de la infiltración modernista en la Iglesia, aún estaban mal vistos en la mayoría de círculos eclesiales. Sin embargo, desde la elección del jesuita Jorge Bergoglio como Papa, se han vuelto las tornas. Ya gozan de libertad absoluta para difundir su veneno por toda la Iglesia, porque la máxima autoridad es uno de los suyos. Se puede decir sin miedo a equivocarse que la Compañía de Jesús ha traicionado la fortaleza que tenía que defender, pero la mayor traición la comete el que está al mando. Veamos las traiciones de Francisco.


La primera visita del Papa Francisco fuera de Roma en 2013 fue a la isla siciliana de Lampedusa, donde ofreció una Misa para los inmigrantes que habían muerto intentando cruzar el Mediterráneo. Tuvo el detalle de felicitar el Ramadán a los musulmanes presentes. Denunció la dureza de corazón de Europa frente al sufrimiento de los países en guerra y apeló a la solidaridad para con los "refugiados". Durante la campaña presidencial estadounidense, dijo que el candidato republicano Donald Trump no era cristiano, por querer construir un muro en la frontera con México, en vez de tender puentes. No ha perdido la oportunidad de atacar cualquier grupo político que aboga por defender sus fronteras de la inmigración masiva e incontrolada. En cuanto al mayor peligro que amenaza Occidente, el Islam, ¿qué ha hecho este Papa por proteger la civilización cristiana? No sólo no la protege, sino que ha insistido una y otra vez en la gran mentira de que el Islam es una religión de paz, y nos insta a abrirle las puertas de Europa. En lugar de predicar el Evangelio, predica el indiferentismo religioso. Cada vez que se reúne con sus amigos rabinos y muftis para plantar un olivo de la paz, a los pocos días se comete una nueva atrocidad en nombre de Alá. No sale una sola palabra de denuncia de su boca contra el terrorismo islámico, porque el blanco de sus invectivas siempre somos los pocos católicos que aún creemos en los dogmas de fe: los rígidos e intolerantes tradicionalistas. Es un hombre contagiado con un virus liberal: el odio hacía sí mismo.

A la vez que Francisco se lamenta por el sistema económico inhumano que existe en el mundo, se alía con la ONU y los mismos globalistas que lo han construido. Riñe a los católicos por "obsesionarse" con el tema del aborto, a la vez que recibe con sonrisas y halagos a la marxista abortista, Emma Bonino. Le da una pena terrible la muerte del tirano Fidel Castro, y reparte abrazos a todo tipo de indeseables en el Vaticano. Sin embargo, se niega a recibir a la familia de Asia Bibi, una pobre mujer pakistaní, sentenciada a muerte por ser católica. Permite que se cuestione la indisolubilidad del matrimonio, e insulta a los pocos obispos que le formulan preguntas respetuosas al respecto. Frente a la ofensiva del lobby gay por legalizar el sodomonio en toda Occidente, su única respuesta es "¿quién soy yo para juzgar?" Ante el invierno demográfico de Europa, se le ocurre mofarse de los católicos que quieren recibir a todos los hijos que Dios les quiera dar, como siempre se ha hecho, diciendo que "no hace falta parir como conejos". Se ríe de los católicos que prefieren la Misa tradicional, a la vez que aplaude vergonzosos espectáculos de tango en la liturgia o que lava los pies de una musulmana en el rito del jueves santo. Quiere que todo el mundo lo vea como un hombre humilde, por viajar en autobús y vivir en un apartamento sencillo, pero se niega rotundamente a arrodillarse ante el Señor en la Eucaristía.

Hasta tuvo la desfachatez de comparar la evangelización católica de las Américas con la expansión sangrienta del Islam. Cualquiera con un mínimo conocimiento histórico sabe que el Islam siempre ha expandido sus fronteras con la espada, tal y como lo hizo en su tiempo Mahoma. La religión católica también se ha extendido con sangre, pero la sangre de sus mártires. Como jesuita, Francisco debe conocer la historia de san Isaac Jogues, el evangelizador de los indios iroqueses de Canadá. Este mártir fue torturado tan cruelmente por los iroqueses que apenas le reconocieron cuando logró volver a la civilización y fue proclamado un "mártir en vida" por el Papa Urbano VIII. A pesar de los evidentes peligros, el santo quiso regresar a Canadá, donde finalmente fue asesinado por los Mohawks. Si este mártir hubiera seguido los consejos del Papa Francisco, que considera el proselitismo "una solemne bobada", nunca se hubiera movido de su Francia natal. Las palabras de Francisco son un insulto a la memoria de todos los misioneros que arriesgaron (y en muchas ocasiones perdieron) su vida por traer almas a la Iglesia. Equiparar el Islam y otras falsas religiones con la religión católica es peor que un insulto: es una blasfemia.

¿Acaso es mejor este Papa que los obispos desertores de Inglaterra en el siglo XVI? NO, ES PEOR. Mucho peor. Porque hay un agravante importante en el caso de Francisco. Él no corre el peligro de ser torturado y decapitado por actuar y hablar como debería. Si dijera la verdad sobre el Islam, si predicara a favor de la civilización cristiana, si defendiera la familia y el derecho a la vida, no le pasaría nada. Simplemente no gozaría del estatus de super-estrella mediática que tiene actualmente. Dejaría de ser un ídolo de todos los progres, de todos los enemigos de Occidente. Los medios de comunicación de masas ya no le adularían como hacen ahora. Los futbolistas y diversos famosos liberales dejarían de visitarle en el Vaticano. Se ve que esto es más importante para él que su destino eterno. Dios quiera se arrepienta mientras aún hay tiempo.